Morir matando

Stefan Westmann es el nombre de uno de los 65 millones de hombres enviados al frente de batalla durante la llamada Gran Guerra.

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Stefan Westmann es el nombre de uno de los 65 millones de hombres enviados al frente de batalla durante la llamada Gran Guerra, la que hoy conocemos como la Primera Guerra Mundial, uno más de las ingentes multitudes lanzadas a la violenta experiencia de matar o morir en los campos de Europa entre 1914 y 1918, muchos años después, y por todo el resto de su vida, llevó frescas en la memoria buena parte de las experiencias vividas, especialmente la primera vez que había arrebatado una vida; marcado por esta experiencia pudo continuar, mas nunca logró olvidar y menos aún desprenderse de lo que se siente matar con tus propias manos.

Millones como él, lanzados al combate, transitaron por este mismo camino, aunque no de todos tenemos la posibilidad de escuchar por su propia voz lo que significaron esos momentos en su vida. Westmann, en una entrevista, describió con una lucidez escalofriante los breves y trágicos momentos en los que sus manos arrebataron la vida a un soldado francés.

Un día como cualquier otro en el frente de batalla recibieron la orden de atacar una trinchera francesa, entre el temblor de las piernas y la amarga angustia que en su boca palpitaba, él y sus compañeros atacaron como se les había ordenado; en la confusión, entre las balas, los hombres cayendo a su lado y el humo del combate, logró llegar a la trinchera enemiga, ahí el ataque alcanzó los momentos de su más grande ferocidad.

Avanzando sobre el enemigo, el grupo de alemanes iba controlando la trinchera; Stefan iba disparando a todo lo que se movía, en medio de los quejidos de agonía y los aullidos de dolor; repentinamente se topó cara a cara con un francés que venía hacia él, pudo ver cómo algunos destellos salían de la sucia bayoneta que su enemigo enarbolaba, en ese instante el temor de morir se apoderó de él y su imperiosa necesidad de vivir lo impulsó a actuar con celeridad.

Con una velocidad que no reconocía en sí mismo, de un golpe logró hacerlo soltar el arma y realizando un giro hacia atrás y luego al frente le clavó la bayoneta en el pecho; el enemigo cayó al suelo y se llevó la mano al lugar de la herida mientras abría grandemente los ojos; de nuevo Stefan le clavó la bayoneta y pudo sentir cómo los huesos del pecho crujían al ser atravesados; con un movimiento espasmódico el herido arrojó una gran bocanada de sangre por la boca y murió.

Al término del combate, se sentía enfermo, con el cuerpo tembloroso, un permanente sabor a vómito invadía su boca y se sentía avergonzado de estar vivo; todo esto le sucedía mientras algunos de sus compañeros platicaban sus experiencias: alguno aquí había estrangulado a alguien, más allá alguien más le había destrozado la cabeza a un francés con una pala, mientras otro había matado a uno más a culatazos.

Todos eran hombres como él, gente que nunca había pensado en matar y sin embargo acababa de hacerlo. Mientras escuchaba estas narraciones, no podía evitar pensar en que había matado a alguien como él, con familia, amigos y probablemente con hijos; cuánto le hubiera gustado que hubiera levantado las manos y le hubiera dirigido un saludo, le hubiera dado un apretón de manos y probablemente, sólo probablemente, hubieran podido ser amigos y beberse una cerveza juntos.

Durante innumerables noches se despertaba bañado en sudor y presa de estos pensamientos. ¿Qué hubiera pasado si su enemigo hubiese sido más rápido que él? ¿Qué hacía que gente que no se conocía se combatiera con saña inaudita hasta llevar al otro a la muerte? ¿Por qué sintiéndose civilizados nos combatíamos unos a otros con semejante salvajismo? Acabó sintiendo que esa cultura y civilización de la que tanto presumían era apenas un fino barniz que la guerra borraba con prontitud extrema.

Muchos años después, el fotógrafo norteamericano Erich Hartmann, quien cubrió múltiples conflictos, diría: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”.

Ciertamente en ese lugar maligno y en esa hora endemoniada llamada guerra mueren todos, algunos dejando sus cuerpos en el campo de batalla, otros más llevando el cadáver a cuestas del hombre que una vez fue, ese hombre que muere matando, que muere al enterrar la bayoneta en el pecho del enemigo, ese que se ahoga en el vómito de sangre de la vida que truncó y hubiera preferido simplemente tomarse una cerveza con aquel que tenía enfrente.

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