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Esta semana tuve la oportunidad de asistir a cursos presenciales en la era digital rodeada de nuevas generaciones y resulta que me encontré con un pesimista, más bien de mi edad, quien tiene por costumbre pensar en voz alta y creo que es la peor compañía del mundo, ya que sus palabras están dirigidas, pero teme decirlas de frente y prefiere quejarse al aire.

Eso me recordó un estudio publicado a inicios de este año que explicaba el México de entonces, donde sus habitantes consideraban que vivían unos en el país más triste y paradójicamente otros en el más feliz del planeta. Ninguno en el número uno, pero sí entre los primeros diez.

Para tener una idea más exacta los números indicaban en ese entonces que un 59% de los entrevistados se sentía feliz y 11% infeliz, no hay sinónimos para ambas palabras, así que repetimos.

Si hablamos de aspectos económicos, el 28% fue optimista sobre lo que sería este 2018, un 30% se declaró pesimista, un 36% fue neutral y el restante 6% no respondió. Si hicieran la encuesta ahora no tengo idea de qué encontrarían porque el mundo me sorprende a cada momento, pero pienso por lo que escucho todos los días que el ánimo va hacia la tristeza. ¿Será?

Yo he vivido las últimas cuatro décadas escuchando sobre la crisis, lo importante que es ahorrar para no tener problemas económicos en el futuro, aprender a no poner todos los huevos en la misma canasta, no desperdiciar los esfuerzos, la luz, el agua, y todos los recursos no recuperables con los que contamos. ¿Y las palabras? ¿No deberíamos también ahorrar esas que sobran?

Esas que no dejan nada bueno, que son de queja, de crítica sin construcción, que no aportan, esas también deberían de guardarse, podrían servir en el futuro. Si no hablas con alguien en particular y tu queja va al universo, no desperdicies las letras. No sirve de nada.

Yo aprovecho que es lunes y que es día inhábil para reunirme con esas generaciones que siempre aportan a la realidad. ¡Que sea feliz

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