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El presidente se sube al estrado desde donde puede observar a todos y colocarse por encima de cualquiera. Luce un impecable traje Ermenegildo Zegna que lo hace brillar cuando lo reflectores se dirigen hacia él. Incluso por momentos parece tener una aureola, como la de los santos, pero sólo es una ilusión óptica provocada por las decenas de flashazos. Cuando el presidente habla todos aplauden, esto es primordial en el evento. Siempre su discurso ha tenido esa estructura: línea, aplauso, línea, aplauso, línea, aplauso... y lo que debió proclamarse en 20 minutos se dijo en 60 y la gente dejó de escuchar a los cinco. Cuando finaliza el evento, el presidente se baja del estrado y camina hacia el pueblo. Todos quieren verlo, tocarlo o entregarle algún papel (el milagrito). Lo jalan para tomarse la foto y los más aventados hasta le besan la mano.

El presidente sonríe, lo goza, nació para ser querido. Era su destino. Por eso desde pequeño, cuando su tío era alcalde del pueblo, lo acompañaba a las colonias más pobres, donde entregaba despensas o láminas para los techos. Allí la gente agradecía al alcalde con muchos abrazos y lo invitaba a comer, lo trataban como rey.

Fue entonces cuando el presidente decidió dedicarse a la política y lograr puestos más importantes que el de su tío. Por eso años más tarde se afilió al partido más poderoso en ese momento y estudió derecho, porque decían que con las leyes se puede transformar un país. El presidente siempre repite que cuando se retire quiere vivir en su ranchote, uno que está en Estados Unidos, “por eso de la inseguridad”. Allí va a disfrutar de su jugosa pensión que 'honradamente' se ha ganado. Dice que el pueblo lo recordará como el más grato líder de la nación, y que incluso le van a hacer una estatua de bronce en medio del Zócalo. El presidente se siente un ser tocado por Dios.

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