Si encuentras un tesoro, no se le digas a nadie porque…

Pedro hallo bajo tierra un par de recipientes que contenían oro, pero cometió un error que pagó con todo el metal preciado que contenían...

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Cuando se encuentra uno un tesoro no debe decírselo a nadie, es la enseñanza de una leyenda maya. La imagen es de contexto. (lahuella.com.mx)
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Jorge Moreno/SIPSE
MÉRIDA, Yuc.- Esta historia sucedió durante la época del oro verde (henequén) en Yucatán, cuando estaban en apogeo las famosas haciendas henequeneras que enriquecieron tremendamente a pocos y sumieron en la miseria a muchos hombres mayas, esclavizados en las tierras que pertenecieron a sus antepasados.

Pedro era el hombre de confianza del capataz de la hacienda San Anselmo, una de las más prósperas de la región sur de Yucatán y localizada en el pueblo de Akil.

Las jornadas de trabajo eran crueles, iniciaban a las cinco de la madrugada y muchas veces terminaban a las seis o siete de la noche, aunque esto no sucedía con Pedro: era el mayoral.

Su trabajo consistía en cuidar y alimentar a los caballos y mulas que tiraban de las carretas,  único medio de transporte en esa época para el traslado de mercancías como caña, maíz, frijol, hortalizas y otros productos que se cultivaban en los extensos terrenos de las haciendas.

Una tarde, Pedro fue a cortar hojas de ramón para darle de comer a los animales. Se subió al árbol más grande y frondoso y, como dominaba la actividad desde que era un niño, acabó pronto.

Pero cuando intentó bajarse de aquel árbol sucedió algo extraño, justo del tronco se elevaban llamas de fuego que le quemaban los pies, Pedro no tuvo más remedio que treparse para no quemarse con el intenso fuego.

Esperó largo tiempo porque las llamas no se apagaban; pensó que se trataba de una broma de algún compañero. Como el fuego no cedía, Pedro decidió bajarse, aun cuando sintió que el fuego lo alcanzaba: el vello de brazos y piernas desapareció.

Miró hacia y el tronco y se percató de que el fuego se había apagado, se acercó lo más que pudo y se extrañó al no ver ningún rastro de aquel fantasmal fuego.

Pedro y su amigo decidieron compartir el 'tesoro' que había encontrado, pero se llevaron una gran sorpresa cuando lo abrieron...

Muy extrañado, el mayoral empezó a escarbar en el lugar exacto de donde salieron las llamas, pero se topó con un piso de mampostería que le impidió seguir con su labor.

“Debe de haber algo enterrado allí, seguramente es un tesoro”, pensó Pedro, inmediatamente se fue en busca de un pico y una pala para poder atravesar el piso, las cuales tomó de la bodega de la hacienda.

Como el capataz se dio cuenta de que Pedro se llevaba las herramientas,  lo interrogó. En un principio Pedro se negó a contarle lo sucedido, pero fue tanta su insistencia que terminó por decirle que iba a desenterrar algo, aunque no sabía lo que era.

Desde luego, la curiosidad natural del ser humano invadió al capataz que ofreció acompañarlo para ayudar y hacer más rápida y amena la actividad.

De nueva cuenta, Pedro no pudo negarse.

Al llegar al lugar procedieron a escarbar frenéticamente hasta que vieron dos enormes recipientes que son conocidos como botijuelas (cántaros de barro), los sacaron del agujero pensando encontrar un tesoro en su interior.

Para evitar problemas en el futuro decidieron dividirse las das botijuelas, una seria para el capataz y la otra para Pedro. Después cada quien destapó su recipiente, se llevaron una gran sorpresa, pues en el interior sólo hallaron ceniza y carbón.

Entonces el capataz comprendió lo que había sucedido y le dijo a su amigo lo siguiente: “Te hice una gran mal al acompañarte, Pedro. No debí venir contigo, ese tesoro era para ti, pero al venir, el oro que contenían las botijuelas se ha convertido en ceniza y carbón”. Luego terminó diciendo: “Espero me perdones algún día”.

El mayoral perdonó a su compañero, pues desde la infancia se conocían y se llevaban muy bien. Al día siguiente le contaron lo sucedido al hacendado y les explicó que cuando algo así sucede no se debe contar, pues de lo contrario el tesoro se convertirá en ceniza o carbón.

Posteriormente les pidió que le entregaran las botijuelas como recuerdo de lo sucedido para ponerlas como decoración en la casa principal, y así los dos hombres perdieron su tesoro y hasta las botijuelas. Se quedaron con las manos vacías pero su amistad perduró hasta el final de sus días.

Esta leyenda maya nos la envió nuestro estimado lector Víctor Navarrete del municipio de Akil.

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