'Imitar a Cristo, siendo solidarios con los que sufren'

Lev 13, 1-2. 44-46; Sal. 31; 1 Cor 10, 31-11,1; S Mc 1, 40-45.

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Las sagradas escrituras comparan el pecado con la lepra: una impureza, que carcome, deteriora y destruye la relación del hombre con Dios. (Foto de contexto/mividaenxto.com)
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SIPSE.com
MÉRIDA, Yuc.- El día de hoy aparece en las lecturas primera y tercera la lepra. Enfermedad ya conocida y mencionada en Egipto, India, China y en el Antiguo Testamento, como incurable y contagiosa.

Se caracteriza por lesiones en la piel, el sistema nervioso y las vísceras, así como la pérdida de la sensibilidad en extremidades: manos y pies.

La Organización Mundial de la Salud (OMS), ha declarado que no es hereditaria, hay 72 tipos diferentes, y puede ser contagiada en un estrecho contacto con los enfermos.

Hay medicinas que pueden curar muchos tipos de la misma, es mucho menos contagiosa que la tuberculosis, y no conviene aislar a los leprosos, por ello han ido desapareciendo los leprosarios.

El uso que hace la Escritura se comprende por  lo antes dicho y la tesis es que: el pecado es a la vida espiritual y eterna, lo que la lepra es a la vida temporal.

I.- Lev 13, 1-2.  44-45

La mentalidad que prevalecía en esa época era de pavor al contagio y por lo tanto se resolvía con el aislamiento.

El leproso debía vestir en forma determinada y anunciar su enfermedad, viviendo aislado o en comunidad de leprosos.

El texto identifica la lepra con impureza, esta impedía entrar en contacto con el Dios santo.

Hay impureza no culpable, por ejemplo cuando la mujer daba a luz.

Pero con el libro de Job queda claro que la enfermedad no es castigo, sí una prueba para comprobar la fidelidad a Dios.

El pecado es como una lepra, como una impureza, que carcome, deteriora y destruye la relación del hombre con Dios.

II.- 1 Cor 10, 31-11, 1

El imperio Romano, ponía varias trampas para saber quienes eran cristianos, una era depositar incienso en el altar de los ídolos, otra obligar a comer carne inmolada y ofrecida a los ídolos, negarse a hacer esto podía comportar la declaración de que se es cristiano y por tanto la confiscación de los bienes, ser apresado e incluso la muerte.

San Pablo orienta la conciencia de sus fieles, y les hace comprender: los ritos paganos no tienen ningún valor religioso, pero sí el comer carne ofrecida a los ídolos escandaliza a unos que se preparan al bautismo, entonces por respeto a la fragilidad de estos deben abstenerse.

Nada de lo que haremos está ajeno a nuestra relación con Dios, todo puede y debe conducirnos a Él.

El uso legítimo de mi libertad, debe ser respetuosa de los derechos de los demás, para crear y forjar la comunidad.

Esta delicadeza que Pablo aconseja de no escandalizar a los débiles, es para no dar ocasión ni excusa que puedan confirmarlos en su mala conducta.

“No hagas nada malo que parezca bueno, ni bueno que parezca malo”.

Debemos pues ser imitadores de Cristo, con un amor ejemplar en cuanto a la conducta, dinámico en cuanto a las iniciativas, comprometido con las personas, constante en las metas, fiel en los principios.

Esto se logra cuando el propio egoísmo no está por encima o interfiere las legítimas opciones de servicio y promoción de los demás; y sí en cambio el amor a Dios y el amor al prójimo orienta y determinan todas nuestras opciones.

III.- S. Mc 1, 40-45

Se inicia la narración de la vida pública de Jesús, ya hemos conocido otros tres milagros que precedieron al que hoy escuchamos.

Este hombre traspasa las reglas, se acerca a Jesús y en su confiada petición mueve el corazón del Maestro que “sintió compasión” (padecer juntamente con), Cristo lo cura, lo envía a los sacerdotes según lo mandado por la Ley para que recibiera su certificado de salud y se reintegrara a la comunidad.

“Si Jesús hacia milagros, no era tan solo en vista a los mismos milagros, sino con el objetivo de que aquello maravilloso para el que lo viera, fuera también verdadero para quien lo comprendiera” (San Agustín, Disc. 98,3).

Jesús se acerca al que sufre, ya sea la suegra de Pedro o este leproso y les otorga la salud. Supera así el sacerdocio del Antiguo Testamento, que tan solo interpretaba las leyes, y daba juicios de corte médico, para saber lo que se excluía del culto.

La compasión de Cristo es porque ve en la enfermedad algo que contradice la voluntad primordial creadora de Dios: “No ha creado la muerte y no quiere la destrucción de los vivientes” (Sab 1.13)

Aquel anuncio del Reino que va iniciar se ve claramente en su dimensión que se opone al mal y de la victoria de Cristo sobre el mismo.

La vida de cada persona será pues una lucha permanente por “ser bueno y hacer el bien”, puesta la esperanza y la confianza en la victoria de Cristo, en este pasaje sobre la enfermedad, en la resurrección sobre la muerte y en la definitiva cuando será “todo en todos”.

Bien decía Bonhoeffer, desde el campo de concentración donde escribe: “Dios no cumple todos nuestros deseos, pero es fiel a todas sus promesas”.

El así llamado “silencio mesiánico” al pedirle que “no se lo cuentes a nadie”, tiene como objeto que no vean en Jesús solo un taumaturgo lo que reduce su misión, sino el Salvador y Redentor que se comprende e irradia su mensaje en plenitud desde la cruz.

Por ello bien exclama el salmo: “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado. Dichoso aquel en el que Dios no encuentra ni delito, ni engaño.” (Sal 31).

El encuentro con Cristo debe llevarnos a esta secuencia de dinámica misionera: amar a Cristo, conocerlo, seguirlo, imitarlo e identificarse con Él, para dar testimonio de su amor, en el servicio a los demás, desde mi vocación.

La fe debe impulsarnos a un compromiso cotidiano. Imitar a Cristo en el trabajo, en los propios deberes, en el marco de la personal vocación. Ir al encuentro de los demás servirlos, promoverlos, fraguar historia, en este proceso permanente de “encarnación comprometida” en perspectiva de Resurrección.

A.M. Basnard afirma: “No poner oposición ninguna entre la plegaria y las otras expresiones de nuestra vida de fe, ya que el Reino de Dios no está dividido en sí mismo”.

Acoger la “oración contra todas las lepras” del gran apóstol Raúl Follereau, que nos guía a convivir y servir a los “más pobres, rechazados, marginados que llevan en sí las miserias del mundo como la Cruz de Cristo”,  para no correr el riesgo de ser los verdaderos leprosos “por egoístas, impíos, acomodados, miedosos, convenencieros, despreciativos, malgastando el don de la vida…”

Conclusiones

En el dolor, sufrimiento, contradicción y prueba se muestran las profundas raíces de la fe, que sabe esperar y confiar “contra toda esperanza”.

Urge nuestro compromiso en la pastoral del sufrimiento y de la marginación, para que cada uno sea signo de la misericordia del Padre para su hermano.

Tomar la decisión de confesarnos periódicamente. Que no se descuide este excelente subsidio sacramental para nuestro crecimiento y maduración espiritual. Recordando que en él no solo se perdona y purifica del pecado a la persona, sino se obtiene la alegría y juventud espiritual, de renovar la vida de Cristo en nosotros.

Hay que recordar que para que el páramo se vuelva un jardín, no basta quitar espinas, matorrales y abrojos, sino hay que plantar flores y árboles frutales. La lucha contra el mal y la injusticia debe estar llena de la caridad, misericordia, confianza y esperanza, que reconstruyen y edifican en el amor de Cristo Jesús; Él nos lo conceda.

Concluyamos con la siguiente oración:

Bienhechor de todos los que se vuelven a ti, luz de quien
Está en tinieblas, principio creador de todo germen, jardinero
de todo crecimiento espiritual, ten piedad de mí, Señor,
y haz de mí un templo sin mancha. No mires mis pecados.
Sí pones tus ojos en mis culpas, no podré resistir tu
presencia; pero con tu inmensa misericordia y con tu
compasión infinita borra mis manchas, por nuestro Señor
Jesucristo, tu único Hijo, santísimo, médico de nuestras
almas. Amén. (Oraciones de los primeros cristianos, 89)

Mérida, Yuc., 15 de febrero de 2015

† Emilio Carlos Berlie Belaunzarán
 Arzobispo de Yucatán

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