Homilía: Solemnidad de Cristo Rey

En su muerte, Él se revela Rey y Señor, aquel que ha venido a dar la vida, justo por nosotros injustos, inocente por nosotros pecadores.

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Pilato es quien primero llama a Jesús 'el rey de los judíos' y después sólo 'rey', como si fuese una comprensión cada vez más plena y verdadera de Jesús. (SIPSE)
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SIPSE.com
MÉRIDA, Yuc.- Benedicto XVI, Alocución en la Plaza de San Pedro, 15.XI.2009

Hoy, con la solemnidad de Cristo Rey del Universo, concluimos el Año Litúrgico. Es decir, todo lo que ha acontecido en nuestras iglesias, en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestra vida personal. El Año Litúrgico es un inmenso arco que hemos recorrido (adviento, navidad, cuaresma, pascua y la cadencia semanal) y Jesús es la piedra angular, la clave que sostiene todo.

Explicación de las Lecturas

En el texto del evangelio se nos dice que Pilato entra en el pretorio y comienza el interrogatorio a Jesús, haciéndole la primera pregunta: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús no responde enseguida directamente, sino que obliga a Pilato a poner en claro lo que tal realeza significa, lo lleva a caminar a la profundidad. Rey de los Judíos significa “Mesías” y es en cuanto Mesías como Jesús será juzgado y condenado.

Pilato parece responder con desprecio a lo que piden los judíos, los cuales aparecen claramente como acusadores de Jesús, los sumos sacerdotes y el pueblo, cada uno con su responsabilidad, como se lee en el prólogo: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron”. Sigue después la segunda pregunta de Pilato a Jesús: “¿Qué has hecho?”, pero no tendrá respuesta.

Jesús responde a la primera pregunta de Pilato y por tres veces usa la expresión: “mi reino”. Aquí nos ofrece una explicación admirable sobre lo que pueda ser en realidad el reino y la realeza de Jesús: no es de este mundo, sino del mundo venidero, no tiene guardias o ministros para la lucha, sino la entrega amorosa de la vida en las manos del Padre.

El interrogatorio vuelve a la pregunta inicial, a la que Jesús sigue dando respuesta afirmativa: “Yo soy rey”, pero explicando su origen y su misión. Jesús ha nacido para nosotros, ha sido enviado para nosotros, para revelarnos la verdad del Padre, de la que obtenemos la salvación y para permitirnos escuchar su voz y seguirla, haciendo que nos adhiramos a ella con toda nuestra vida.

Estos pocos versículos, pues, nos ayudan a entrar más profundamente todavía en el relato de la Pasión y nos conducen casi hasta la intimidad de Jesús, en un lugar cerrado, apartado, donde Él se encuentra solo, cara a cara con Pilato: el pretorio. Aquí es interrogado, responde, pregunta, continúa revelando su misterio de salvación y a llamarnos para Él. Aquí Jesús se muestra como rey y como pastor. Aquí está atado y coronado en su condena a muerte, aquí Él nos conduce a las verdes praderas de sus palabras de verdad.

Después de una noche de interrogatorios, de golpes, desprecios y traiciones, Jesús es entregado al poder romano y condenado a muerte, pero precisamente en esta muerte, Él se revela Rey y Señor, aquel que ha venido a dar la vida, justo por nosotros injustos, inocente por nosotros pecadores.

Los que escuchan las palabras “forman parte del Reino de Dios, o sea, viven bajo su señorío; permanecen en el mundo, pero ya no son del mundo; llevan en sí un germen de eternidad, un principio de transformación que se manifiesta ya ahora en una vida buena, inspirada por la caridad y que, al final, desembocará en la resurrección de la carne”.

Jesús, el Rey atado y entregado

Un verbo, “entregar”, emerge con fuerza de estas líneas del relato de la Pasión: pronunciado aquí primeramente por Pilato y después por Jesús, la “entrega del Cristo” es una realidad teológica, pero al mismo tiempo vital, de extrema importancia, porque nos conduce a lo largo de un camino de sabiduría y amaestramiento muy fuerte. Ante todo, parece que es el mismo Padre quien entrega a su Hijo Jesús, como un don para todos y para siempre.

San Pablo dice: “Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?”. Al mismo tiempo, sin embargo, es Jesús mismo, en la suprema libertad de su amor, en la más íntima fusión con la voluntad del Padre, quien se entrega por nosotros, quien ofrece su vida.

San Pablo dice: “Cristo nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros”, pero también Jesús afirmó su propia entrega con estas palabras: “Yo ofrezco mi vida por las ovejas; ninguno me la quita, sino que yo la ofrezco por mi mismo”. Por tanto, más allá y antes de toda otra entrega, está la entrega voluntaria, que es solamente de amor y de donación.

En los relatos evangélicos aparece enseguida la entrega malvada por parte de Judas, llamado por esto el traidor, o sea, el entregador, el que dice a los sumos sacerdotes: “¿Cuánto queréis darme para que os lo entregue?”. Después son los Judíos los que entregan a Jesús a Pilato: “Si no fuese un malhechor no te lo hubiéramos entregado”. Finalmente Pilato lo entrega de nuevo a los judíos, para que sea crucificado.

Contemplando todos estos pasajes, nos sentiríamos obligados a ponernos de rodillas delante del Señor, el cual es entregado por nosotros como Pan, como Vida hecha carne, como amor compartido en todo. Nuestra felicidad está escondida dentro de estas cadenas, de estas ataduras que significan entrega a la voluntad de Dios Padre.

Jesús, el Rey Mesías

Por otra parte, en el diálogo de Jesús con Pilato, es éste quien primero llama a Jesús “el rey de los judíos” y después sólo “rey”, como si fuese un camino, una comprensión cada vez más plena y verdadera de Jesús.

“Rey de los Judíos” es una fórmula usada con gran riqueza de significado por el pueblo hebreo y reúne en sí el fundamento, el núcleo de la fe y de la esperanza de Israel: significa claramente el Mesías. Jesús es interrogado y juzgado en lo que mira a si es o no es el Mesías.

Jesús es el Mesías del Señor, su Ungido, su Consagrado, es el Siervo, enviado al mundo precisamente para esto, para realizar en Sí, en su persona y en su vida, todas las palabras dichas por los profetas, por la ley y por los Salmos de Él. Palabras de persecución, de sufrimiento, de llanto, heridas y sangre, palabras de muerte por Jesús, por el Ungido del Señor, que es nuestro respiro, aquél a la sombra del cual viviremos entre las naciones, como dice el Profeta Jeremías. Palabras que hablan de asechanzas, de insurrecciones, conjuras, lazos. Lo vemos desfigurado, como varón de dolores; tan irreconocible, si no es sólo por ser parte de aquel amor, que como Él, bien conoce el padecer.

“Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a Jesús a quien vosotros habéis crucificado!. Sí, es un rey atado, un rey entregado, arrojado fuera, despreciado; es un rey ungido para la batalla, pero ungido para perder, para ser sacrificado, para ser crucificado, inmolado como un cordero. Este es el Mesías: el rey que tiene como trono la cruz, como púrpura su sangre derramada, como palacio el corazón de los hombres, pobres como Él, pero hechos ricos y consolados por una continua resurrección.

Jesús Rey mártir

Finalmente, “he venido para dar testimonio de la verdad”, dice Jesús, usando un término muy fuerte, que contiene en sí el significado de martirio. El testigo es un mártir, el que afirma con la vida, con la sangre, con todo lo que es y lo que tiene, la verdad en la que cree. Jesús atestigua la verdad, que es la palabra del Padre y por esta palabra Él da la vida.

Vida por vida, palabra por palabra, amor por amor. Jesús es el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios; en Él existe sólo el Sí, por siempre y desde siempre y en este Sí, nos ofrece toda la verdad del Padre, de sí mismo, del Espíritu y en esta verdad, en esta luz, Él hace de nosotros su reino. “Cuantos confían en Él, conocerán la verdad; y aquellos que son fieles a su amor vivirán junto a Él”. Él es fiel, Él está presente, Él es la verdad que yo escucho y de la cual me dejo sólo transformar.

 

Conclusión

 

Hermanos: la Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su predicación y extensión debe ser el centro de nuestro afán como miembros de la Iglesia.
Se trata de lograr que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno  de los hogares, en las sociedades y en los pueblos. Con esto conseguiremos alcanzar un mundo nuevo en el que reine el amor, la paz y la justicia y la salvación eterna de todos los hombres.

La Virgen María es el signo vivo de esta verdad. Su corazón fue “tierra buena” que acogió con plena disponibilidad la Palabra de Dios, de modo que toda su existencia, transformada según la imagen del Hijo, fue introducida en la eternidad, en cuerpo y alma, anticipando la vocación eterna de todo ser humano”.

Que Ella nos bendiga ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Mérida, Yuc., a 25 de noviembre de 2012.

† Emilio Carlos Berlie Belaunzarán
  Arzobispo de Yucatán

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