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Tenemos una manera peculiar de conducirnos por la vida cuando estamos a punto de quejarnos de algo o de alguien, es casi como si el cuerpo tomara una postura distinta y dentro de nosotros se produjera un cambio que radica en dejar de ser nosotros mismos, los seres serenos, para convertirnos en uno de nuestros otros yo: los quejumbrosos.

Simplemente abrimos la boca y señalamos aquello que está mal y que nos ha afectado. Nos quejamos de la naturaleza de quien respira. Que si hay calor, que si está lloviendo, que si me miraron de mala manera, que si no me han mirado para nada, que si es sí, o que si es no. Tal pareciera que nos cuesta contentarnos con las cosas, o, más que contentarnos, nos cuesta decir las cosas de manera adecuada.

En “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, del autor mexicano Juan José Arreola, estamos frente a un tipo distinto de queja.

Si hablamos de la historia, podríamos decir que un hombre ha llevado su calzado al zapatero para que éste haga la magia que sale de sus manos y realice la reparación de tan bien amados objetos.
Como podemos inferir, la reparación no ha sido un éxito. Los nuevos zapatos traen una forma distinta y su nueva dureza resulta lastimosa para los pies que después de tantos pasos habían moldeado la piel y la suela.

Entonces el dueño escribe una carta sentida exponiendo sus razones y cómo se ha perdido la confianza tras un fallo imperdonable.

¿Qué es lo esencial en este cuento? Me atrevo a decir que es la capacidad que tenemos para ser ambas partes, quien dispara las quejas y quien las recibe. Sabemos que en la vida tratamos de componer las cosas y no siempre tenemos éxito. Muchas veces nosotros mismos somos ese “objeto” que necesita ser reparado y en una sabiduría engañosa actuamos de la manera que creemos correcta para descubrirnos en el error. Quizá sería conveniente escribirnos cartas, dejar de culpar al otro y mirar hacia nuestras propias malas costuras.

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