Los relojes

Hago una invitación a mirar el lado amable de la tragedia que significa tener carencias prácticas.

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Pensando en la capacidad que tenemos para fascinarnos con lo que no entendemos, comparto que la lectura que nos ocupa esta semana resulta un guiño a todas aquellas inseguridades que crecieron desde la infancia y que, de alguna manera u otra, entre risas o penas, nos distinguen. Así como existimos quienes no podemos nombrar las calles de la ciudad, hay quienes no saben leer la hora en un reloj. Hago una invitación a mirar el lado amable de la tragedia que significa tener carencias prácticas.

Los años pasan y conocer las deficiencias ajenas resulta en encanto; derretirse ante la incapacidad de la gente para poner acentos, sonreír ante la torpeza inocente de no saber cómo funciona un cajero automático o paralizarse de respeto y precaución ante las puertas automáticas de algún lugar no sabiendo si serán capaces de reconocer nuestra presencia. La torpeza, lector, también puede ser admirable.

En “Los relojes” de la autora española Ana María Matute, conocemos el testimonio de una mujer sin nombre que considera necesario narrarnos la incapacidad que tiene para leer la hora en un reloj. Naturalmente, los destellos de filosofía cotidiana y análisis de la vida están presentes entre las letras que tenemos delante; sabemos que es verdaderamente fácil mirar la profundidad del día a día a través de los objetos que nos acompañan.

Dentro de la historia, el hecho de no saber leer la hora no le es impedimento para encontrar fascinación y gusto por los relojes. Nos habla de los tipos que más le gustan, los que prefiere aunque no entienda, los que le perturban y los que le causan angustia por ser aún más complicados y tener letras en lugar de números. La humildad entre líneas resulta una invitación a mirar las carencias prácticas propias. Se trata de una historia bella que esconde entre su sencillez aparente una reflexión sobre la necesidad que tenemos para medir el tiempo y de paso medirnos en él.

Es nuestro referente; lo miramos, sabemos que es el único objeto que sabe nombrar el tiempo y guiarnos entre sus agujas.

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