Un mundo a nuestra medida

Cada vez existe más gente que parece reclamarle al mundo que marche a la medida de sus deseos.

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Recientemente pude enterarme de un muy curioso caso laboral: resulta que en una pequeña empresa, un empleado del que se tiene certeza de que en algunas ocasiones ha cometido pequeños hurtos contra el patrimonio empresarial, ha mostrado una actitud francamente incomprensible y en algunos momentos rayana en lo absurdo. No entiendo la razón de que los dirigentes de la empresa lo mantienen en su puesto, a pesar de saber a ciencia cierta que en ocasiones los ha defraudado, pero ello parece haberle hecho sentir al individuo en cuestión que se encuentra en pleno derecho de decidir qué es lo que está dispuesto a hacer y qué no en su trabajo.

El caso es que el empleado de marras se ha negado en los últimos tiempos a cumplir con las labores que se le han encomendado, y ha decidido participar sólo en aquellas que a él le parecen que deban ser sus obligaciones; lo más gracioso o probablemente deba decir lo más patético es que nadie ha tenido la entereza suficiente en la empresa para hacerlo aterrizar en la realidad; en fin, parece que en esta empresa se viven situaciones más surrealistas que algunos de los cuadros de Dalí. Lo que es cierto en su totalidad es el convencimiento pleno del trabajador de que no solamente tiene derecho a hacer lo que hace, sino que además así deben ser las cosas.

Esa tan disparatada realidad mueve a la reflexión acerca de las ingentes multitudes de seres humanos que parecen creer que este mundo existe sólo para satisfacer sus apetencias; con cada vez mayor frecuencia nos topamos con personas que, en medio del berrinche y la pataleta más infantil, parecen reclamarle al mundo que marche a la medida de sus deseos y que la realidad exista principalmente para plegarse a su voluntad; completamente extraviados en un mundo que privilegia la satisfacción aquí y ahora, terminan desafiando no sólo la ley, las costumbres y la moral, sino incluso la lógica.

Nos hemos engañado a nosotros mismos, nos hemos construido altares en los cuales nos auto adoramos; pretendemos que también los demás se encuentren decididos a participar de la adoración a nosotros mismos que al mundo le exigimos; muchos convencidos de que la razón de la existencia del universo es plegarse a sus necesidades y voluntades marchan como Nerón queriendo incendiar Roma para poder inspirarse, o firmemente convencidos de que, como Calígula, pueden designar a su caballo senador si eso es lo que a ellos les parece adecuado.

Actitudes no solamente fuera de la realidad, sino tristemente enfermizas, que promueven la infantilización de lo humano, convirtiéndonos en bebés que al no encontrar eco a nuestras terquedades en la realidad que nos circunda, nos soltamos como párvulos a aterrorizar a todo aquel que nos rodea con nuestros berrinches.

Desgraciadamente este nuevo bebé de 30, 40 ó más años lesiona con sus actitudes no solamente el entorno laboral, sino que encuentra víctimas en todos los ambientes: en la familia cuando como esposo lo único que demanda es que la esposa y los hijos bailen al son que él decida tocar, intentando convertir a todos los integrantes del círculo familiar en marionetas bien entrenadas que se muevan a su capricho y vivan, respiren y actúen para satisfacer sus necesidades, intenciones o ideas.

Lo mismo podemos decir de aquellas madres que, lejos de pretender educar en realidad, manipulan a sus hijos, con la sabida intención de que éstos cumplan a pie juntillas aquel papel que ellas les han designado en la obra familiar, y que nadie ose desviarse de la línea marcada so pena de escuchar de manera machacona y redundante el martirio que le ha significado ser madre de unos hijos como los suyos.

En este mundo posmoderno, no menos frecuente es encontrarse con jóvenes que, educados y crecidos en una sociedad de consumo que endiosa la satisfacción inmediata de los deseos, tienden a pensar que el mundo y sus padres especialmente existen no sólo para satisfacerlos primordialmente a ellos, sino también cualquier tipo de capricho que se les pueda ocurrir; fuertemente contrariados y frustrados por todo aquello que no se pliegue a lo que esperan que suceda, van dando tumbos por un mundo que no es el que les hicieron creer.

Mientras los seres humanos no entiendan que la realidad no existe únicamente para satisfacer nuestros deseos, seguirán existiendo trabajadores que quieran decidir qué hacer y qué no de su trabajo y caballos que muy probablemente podrán ser nombrados senadores.

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