Narraciones de la antigua Mérida: Las 3 historias de la Esquina de 'La Tucha'

Varios cruzamientos de la capital yucateca tienen más de una leyenda sobre distintos acontecimientos que dieron lugar a sus tradicionales nombres.

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En el cruce de las calles 66 por 57, cerca de Santiago está el ladrillo con la figura de 'La Tucha' y la leyenda 'oficial'. (Christian Ayala/SIPSE)
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Julio Amer/SIPSE
MÉRIDA, Yuc.- La esquina de “La Tucha”, en el cruzamiento de las calles 57 por 66 del barrio de Santiago, como muchas otras tiene varias historias, una es la más conocida y figura incluso en un letrero que está colocado junto al ladrillo de piedra con su imagen, empotrado en la pared, y que viene siendo la narración oficial, según el historiador Juan Peón y Ancona; otra, que es más bien una fábula, recopilada por el cronista de la Ciudad Jorge H. Álvarez Rendón, y una más, que puede ser la real, y que era la que contaban nuestros abuelos.

“Tucha” viene del maya xtuch y es un pequeño mono del género atele que habita en las selvas de la Península de Yucatán y que está en vías de extinción. Es parecido al mono araña (chango), pero un poco más pequeño y bastante feo. Su orina y excrementos tienen un olor muy desagradable y penetrante, por eso los antiguos mayas lo consideraban un ser maligno y le tenían temor. A causa de ello le dicen “tucha”, que viene de “tucho” (espanto, coco, demonio, etc.). Es común entre los yucatecos decir “Te asustó el tucho” o “se te apareció el tucho”…

Mencionándolas en orden cronológico por la época en que se dan estas narraciones, comenzaremos con el relato de Álvarez Rendón, que es más fantástico que real, y es más bien un cuento o fábula que enseña que la soberbia siempre es castigada, mientras que la humildad, premiada.

Esta antigua leyenda cuenta que en el ya lejano año de 1635, por el barrio de Santiago, vivía en una majestuosa mansión un potentado español, don Alfonso de Arévalo y Narváez, con su esposa Candelaria Fuensalida y sus seis hijos, cinco de ellos varones, y la menor y consentida Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota de Arévalo y Fuensalida, de 12 años de edad.

La ya casi adolescente de kilométrico nombre –así se acostumbraba bautizar a las hijas en épocas de la Colonia– tenía un carácter insoportable, era egoísta y caprichosa. Y había razones para ello, pues la niña era muy bonita, ya que más parecía un ángel que un ser terrenal: tenía cabello de bellos rizos dorados, ojos de un verde esmeralda y tez muy blanca, aunado a que su padre don Alfonso le concedía todos sus deseos y caprichos.

Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota tenía a su servicio -sólo para ella- a 15 sirvientas que se desvivían por atenderla. Pero la insolente chiquilla siempre maltrataba a su numerosa servidumbre, insultándola y sobajándola.

Un domingo, cuenta la leyenda, Josefa salió de misa y se fue a pasear con su séquito de criadas a la plazoleta de Santiago, donde se instalaba un pequeño tianguis o mercado en el que gente autóctona, mestizos y algunos criollos ponían sus puestos de venta de diversa mercancía, principalmente artesanías.

A la niña le llamó mucho la atención una muñeca de barro que vendía una anciana indígena y al acercarse a preguntar por el precio, la mujer, al ver la extraordinaria belleza de su pequeña cliente, le dijo que valía un real (moneda de entonces) pero se la obsequiaba porque nunca había visto a una niña tan bonita, al tiempo que la llenaba de elogios y alabanzas.

Entonces Josefa, con la soberbia e insolencia que la caracterizaban, le contestó con toda grosería a la vieja vendedora que no aceptaba regalos de nadie y menos de una india pobretona y sucia, pues ella era hija de don Alfonso de Arévalo, uno de los hombres más ricos y poderosos de la Provincia.

Así, con toda arrogancia, la doceañera se dio media vuelta y se fue sin llevarse la muñeca. Pero lo que no sabía la presumida Josefa era que esa india humilde a la que había despreciado era nada menos que la bruja maya Xla’baxorón, famosa en el poniente de la península por sus sortilegios y conjuros, y que tras hacer con un chilib en la tierra unos raros signos, le lanzó una maldición a la presumida niña.

Aquí viene lo fantástico de la historia, pues narra la leyenda que a la mañana siguiente, cuando una de sus tantas sirvientas fue a despertar a Josefa, se llevó el susto de su vida al ver en la hamaca de lino de la bella niña, a una espantosa tucha (un tipo de mono araña de la fauna yucateca), que apestaba horrible, pues su olor había minado toda la habitación.

La criada gritó aterrada y enseguida llegaron varios mayordomos que intentaron atrapar a la tucha, pero ésta no se dejó, y tras huir por la casa dando horribles chillidos, perseguida a chancletazos y palazos, así como por los tres perros de la casa, escapó derribando floreros, candelabros y cuanto adorno había a su paso, al tiempo que dejaba un rastro de excremento apestoso, para salir por una de las ventanas y desaparecer.

Alarmados, los padres de Josefa preguntaron por ésta y la criada que halló al pequeño chango les dijo que la niña no estaba en su cuarto. Entonces el señor De Arévalo dio aviso a las autoridades, por lo que el gobernador interino, don Fernando Centeno y Maldonado, envió a 80 alguaciles a buscar a la infante extraviada.

Pero pasaron varios días y no se daba con Josefa. Era difícil que la hallaran, ya que la bella niña, ahora convertida en una fea mona, andaba escondida en las azoteas del vecindario, comiendo semillas o cualquier inmundicia, nada qué ver con los manjares que le servían en la mesa de su mansión.

Así, avergonzada por su nueva figura y arrepentida de su soberbia y altanería, la chiquilla pidió a Dios que le devolviera su anterior cuerpo y el Señor al fin la perdonó y deshizo el conjuro de la bruja.

Tras dos semanas de su desaparición, Josefa, toda sucia y con su ropa convertida casi en harapos, bajó del techo donde había estado refugiada cuando era una mona y sus padres y sirvientes, incrédulos pero felices, la acogieron.

Ya después de un buen baño y restablecida, la arrepentida chiquilla pidió, ahora sí “por favor”, a unas de sus criadas que la llevaran de nuevo a aquel mercadillo del barrio de Santiago, donde se disculpó con Xla’baxorón, la hechicera que le había lanzado el embrujo, y se llevó la muñeca que había despreciado.

Desde entonces a la esquina de las calles 57 por 66 se le conoce como “La Tucha”.

La narración “oficial”

Juan Peón y Ancona cuenta una historia muy distinta y la ubica en años más recientes, a finales del siglo XIX o principios del siguiente. Indica que esa esquina habitaba Caridad, una atractiva mujer cubana que era actriz y cantante de zarzuela, y que incluso había abierto en su residencia una “casa de té” que hacía llamar “La Coca”, donde daba clases de francés y de canto.

Pero la voluptuosa mulata era la atracción de los caballeros meridanos, que rondaban esa casa para ver a la encantadora caribeña, quien era muy simpática y sobre todo coqueta, pues no desperdiciaba oportunidad para “flirtear” con sus numerosos admiradores, parándose en el pórtico de su casa con el cabello suelto, que era frondoso y ensortijado, portando vestidos floreados, muy entallados y con provocativos escotes, que dejaban ver sus pronunciadas curvas, pues la fémina estaba muy bien dotada de atrás y de adelante. Así salía a veces a caminar por las calles del barrio y del centro de la ciudad con pasos cadenciosos e insinuantes que hacían que los varones se derritieran en deseos por esa hembra de piel canela.

Era común ver a chiquillos mandaderos tocar a las puertas de la casa de la cubana llevando un ramo de flores o tal vez un obsequio que le enviaba alguno de sus numerosos pretendientes, acompañado con una tarjetita con su nombre y un mensajito atrevido para la cautivadora mujer con el afán de ser dueño de sus favores carnales.

Eso no podía pasar desapercibido para las recatadas damas meridanas, que envidiosas empezaron a llamar despectivamente a la cubana como “La Tucha”.

Un caballero de nombre don Gonzalo Castro, que era casado con doña Isabel Rodríguez, estaba encandilado con la mulata de fuego, haciendo incluso peligrar su matrimonio con “Chabelita”, que era una mujer temperamental y de muy “pocas pulgas”. Así que un día, al enterarse de los amoríos de “Chalo” con “La Tucha”, fue a confrontarla, armó tal escándalo a la cubana cuando ésta se encontraba dando sus clases de canto, que tras ello, la pobre isleña perdió a todo su alumnado.

Sin dinero ni trabajo, desprestigiada, la mulata no tuvo más remedio que agarrar sus libros de francés y sus cuadernos de música, tomar un barco y regresarse a su isla. Y ya nunca más se supo de la bella Caridad, sin embargo, su paso por Yucatán quedó tan grabado en la mente de los meridanos de esa época que la esquina donde alguna vez vivió aún se le conoce como “La Tucha”.

La versión de los abuelos

La tercera historia sobre esta esquina santiaguera trata de principios del siglo pasado, y la contaban los abuelos, que narraban entonces que por ese rumbo vivía una muchachita tan fea tan fea que la apodaban los chiquillos del barrio “La Tucha”.

Su nombre era Eunice y padecía de varios defectos físicos, pues era tullida, algo jorobada y de ojos saltones. Cuando pasaba cerca de los niños, los más pequeños lloraban de miedo, los medianos corrían para alejarse de ella y los mayorcitos le hacían burlas.

La pobre “Tucha”, acomplejada por su aspecto físico, dejó de salir a la calle, se encerró en su casa y solamente asomaba por el ventanal de barrotes a ver pasar a la gente, que la seguía señalando como la fea del barrio.

Se dice que la infeliz “tuchita” murió de tristeza, y muchos de los vecinos, al enterarse de su fallecimiento, fueron a darle el último adiós al panteón, arrepentidos de haberla fastidiado y burlado tanto durante toda su desgraciada existencia…

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