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Ayer, mientras reflexionaba sobre el Día del Niño y sobre los graves problemas que tienen en su presente y en su futuro los que son niños en esta época loca y llena de peligros, pero también luminosa, con muchas puertas abiertas al desarrollo, la ciencia y la cultura, recordé que mi amigo el Viejo cascarrabias refunfuñaba 25 horas diarias, menos el 30 de abril.

Nunca me quiso decir por qué era tan feliz, pero los 30 de abril me pedía que lo llevara al Centenario y ahí se subía a los juegos infantiles, daba vueltas en un caballo, se compraba algodón de azúcar y se quedaba mirando a la vaca de cinco patas. Un día, de tan feliz que estaba, se metió a una de las fuentes que adornan la puerta del parque hasta que lo sacó un policía. Me dio trabajo convencer al gendarme de que que no se llevara a mi amigo que vivía amargado y sólo ese día se permitía ser un poco feliz.

Ya muerto el Viejo supe por qué se daba el permiso de dejar un día su amargura. En su ajada libreta que rescaté del baúl que tenía en su casucha de la Emiliano, había un escrito donde recordaba sus años primeros en aquella ciudad oriental de la que vino a la capital siendo un mozalbete.

Hablaba con especial emoción de dos tíos: Emilio y Bachita, que le hicieron vivir una niñez feliz.
Recordaba que el tío Emilio, un hombrón altote y flaco como un zacate y con sombrero de ala ancha y pantalón y chamarra de dril, iba por él algunas tardes para que lo acompañara en su trabajo de “veterinario”. Un grito, decía, le emocionaba como pocas veces luego en su vida pudo emocionarse:
“¡Ela, corona coronado”. Y era que, montado sobre su yegua blanca, estaba el tío Emilio esperándolo en la puerta. Lo ponía en ancas y salían ambos al campo, sea para curar un caballo o inyectar una res.

La tía Bachita era dueña de una casona céntrica, a donde iba con mucha frecuencia el cascarrabias y podía correr por todos los rincones, salir al inmenso patio, bajar huayas, ciruelas, caimitos y otros frutos y comer hasta hartarse. Ahí lo que siempre le asombraba era un refrigerador que funcionaba con gas morado (keroseno) y ver a la tía Tomasa acostada en su hamaca en un rincón de la amplia cocina y fumando cigarros Alas extra. Adoraba a Bachita porque cuando su papá iba por él, le advertía: “Cuidado que toques a ese chiquito V…, porque te las entiendes conmigo”. El Viejo era entonces un niño feliz.

Hoy que lo recuerdo, deseo a todos los niños que puedan ser tan felices como un día lo fue el cascarrabias.

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