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Si me hubieran contado hace unos años que hay maneras de enamorarse perdidamente de las ciudades hubiera respondido que exageraban, pero, cuando caes en cuenta que has perdido la cabeza, no hay marcha atrás. El amor es así, aunque no sea correspondido.

Oaxaca se ha convertido en una experiencia parecida. Es un sueño que no muchos han vivido debido en ocasiones -según escuché este fin de semana- a las historias que se publican, aun en redes sociales, acerca de las marchas, protestas y temblores. De las cosas que contamos de nuestra cuna porque pensamos que de esa forma hacemos bien. Sin embargo, la Guelaguetza se ha vuelto un imán para nacionales y extranjeros a quienes les permite ver la maravilla que conforma a las personas que habitan en esta zona del país, quienes presumen orgullosas su música, danza, comida, en fin, su magia.

Si pudiera, obligaría a todos los que quiero a vivir esta experiencia llena de color, sabor y olor. Es una inspiración para la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto. Es simplemente una delicia.

Ya he escrito sobre ese momento en que queremos captar en una cámara una imagen que es imposible, y en esta ocasión con las palabras no soy mejor. Nada se compara con lo que mis ojos han visto y mi corazón comparte. Pero son momentos como éste los que inspiran a sentir que tenemos un país extraordinario, donde debemos laborar todos los días por dejar nuestra huella, con el trabajo en equipo, con las ganas de contar que tenemos mucho que presumir.

Los que viven en Oaxaca se han levantado de un temblor que los sacudió pero no los derribó, han aprendido a superar los malos momentos, siguen dando gracias por lo bueno que reciben, se enfrentan y presumen ser los no conquistados; tienen mucho que ofrecer al mundo y más que enseñar.

Yo aprovecho que es lunes y que aún estamos en verano para buscar otros con quienes compartir las cosas buenas de este México que cada vez me gusta más. ¡Que sea feliz!

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