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Uno de los problemas que genera el amplio descontento general con la política es la pérdida de valoraciones serenas sobre los acontecimientos de interés público. Una diversidad de acontecimientos y condiciones son juzgadas a la ligera y sus responsables, reales o imaginarios, condenados como culpables y denostados sin misericordia. Más allá de la pasión electoral despertada por López Obrador, tengo pocas dudas de que, con el paso de los meses, ese tipo de facturas políticas comenzarán también a ser emitidas a su cargo. Si bien no simpatizo con el presidente electo, creo que la volatilidad anímica es un pésimo sustituto de la evaluación serena que los asuntos públicos requieren, y que vale la pena reconocer la existencia de complejos problemas que el país tiene ya hoy y que serán heredados por el tabasqueño. Es verdad que al asumir la presidencia contraerá voluntariamente responsabilidades de solucionarlos, pero éstas estarán limitadas, entre otras cosas, por la magnitud de las tareas que adquirirá.

Uno de estos problemas es el creciente ánimo social de linchamiento de los delincuentes comunes. Éste se ha expresado recurrentemente en actos violentos, como el que hace poco significó el asesinato, quemados vivos, de un campesino y su sobrino que sin culpa alguna fueron acusados de secuestradores. Pero la exigencia de violencia es mucho más amplia. Se ha generado una corriente de opinión, con orígenes en la derecha política y la oligarquía social, pero que ya rebasa sus límites, que reclama el derecho de portar armas y matar a otros sin necesidad de que se haga en defensa propia, ante un peligro inminente para su vida o integridad física. Un volumen preocupante de personas recibió con gran entusiasmo reformas legales hechas en Guanajuato y que, al menos según los festejos en redes sociales, permitiría a cualquiera matar a quien ingrese sin permiso en su propiedad, patios incluidos, sin más averiguación. Esto significaría que la inmensa mayoría de esas intrusiones, que no tienen un alcance delictivo importante -como robar naranjas, recoger un balón perdido o la confusión al abrir ebrio la reja equivocada- tendrían como pena la muerte, sentenciada por el propietario del inmueble, que sería a la vez juez, verdugo y tribunal de apelaciones, y que legalmente no tendría que responder por el acto.
Resulta gravísimo que la desconfianza en las autoridades se traduzca en la reivindicación de la justicia por propia mano, del sálvese quien pueda, y no en una búsqueda colectiva y política de que la ciudadanía disponga de instituciones de seguridad pública eficaces. Lamentable ingenuidad, por otro lado, de quienes piensan que, puestos frente a un auténtico asesino, tienen más posibilidades de matarlo que él a ellos.

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