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Es indiscutible que todo tiene un precio, una etiqueta colgada por la que decidimos pagar o no; algunas cosas valen muy poco, como todo lo que nos hace felices a medias. Por ejemplo: el café descafeinado, un chocolate sin azúcar, la cerveza sin alcohol, una ensalada sin aderezo, salir únicamente a cenar y regresar temprano a casa porque al día siguiente hay que trabajar desde la primera hora, un lugar que repites pero que no llega a ser igual de genial que la primera vez que fuiste, aquella canción favorita que cantabas sin parar en 2012 pero ahora ya no tiene sentido, y otros gustos a los que intentamos quitarles la culposidad.

Hay otras cosas que no valen nada, como aquellas –cosas y personas- que nos hacen sentir inseguros de nosotros mismos, los complejos que nos inventamos y nos inventan, las decepciones, los que nos critican, los que sobran, los corazones malos, los mensajes que no llegan, las oportunidades invisibles y también las barreras que nos ponemos nosotros mismos y nos ponen otros porque no quieren que triunfemos; son tantas las cosas que no valen nada que me acabaría la columna si las enlistara todas. Sin embargo, lo peor es que, a pesar de que no valen nada, les damos tanta importancia que cuando pensamos en ellas la ansiedad se convierte en común denominador.

Pero hay cosas que sí valen y mucho, ésas por las cuales pagaríamos las más grandes consecuencias sin ningún temor, desde una desvelada hasta quedarnos sin dinero en el banco, es más, no sólo valen mucho, sino que valen todo: ¿Como qué?: llegar a un lugar y que te reciban con un abrazo, el pedazo de tela con agua fría que te colocan en la frente cuando tienes fiebre, que te esperen para ver un capítulo de su serie favorita sólo por tu compañía, escuchar audios larguísimos y cafés eternos sólo para dejar que te desahogues, el mensaje para saber si has llegado con bien a casa y esa llamada primera cuando es tu cumpleaños; me refiero a esas cosas que, a pesar de que pudiéramos gastar todos nuestros ahorros para recibirlos, estos momentos no se podrían pagar con ninguna moneda; son esos momentos y personas que nos encogen y agrandan el corazón con cada latido.

Pero si tuviera que elegir algo que en verdad valga todo, sería el tiempo vivido –que en mi caso no ha sido mucho-. Lo más importante no es lo temporal, ni lo material, o que piensen que eres exitoso; el tiempo vivido nos enseña que todo se mueve de su sitio, que todo nos hace crecer y que a pesar de todo nuestra felicidad depende de aquello que no podemos comprar y que debemos aprender a valorar. Y tú, ¿qué valor le pones a los sucesos de tu vida?

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