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Estrenada el 19 de julio, no fue sino hasta hace poco que tuve la oportunidad de ver “Polilla, el errabundo”, montaje escénico con originalidad en su propuesta, ya que aborda el tema de los desposeídos, es decir, aquellos seres marginales que solo buscan pertenecer a algún sitio, contar con un espacio propio, a la usanza de los “Okupa” de la era del punk en los setenta y ochenta.

Este término tal vez no nos diga nada, pues lo conocemos con otro concepto: “paracaidismo”. Y Polilla (John Hristo) es exactamente eso, un joven paracaidista que, literalmente, desciende sobre un predio baldío con el fin de habitarlo. Sin embargo, al caer se topa con un vigilante: Robusto (Miguel Ángel Canto), el veterano velador encargado del lugar. Pero Polilla, en su infinita inocencia, desconoce que ocupar un pedazo de tierra no es tan sencillo. Robusto será el encargado de introducirlo a las leyes sobre la propiedad privada…

Sobre esta premisa se asienta esta obra en la que la posesión, la ambición y la territorialidad asoman sus capitalistas fauces, encarnadas en el personaje de Robusto, que mediante parábolas le irá enseñando que ellos, seres marginales provenientes de un tejido social descompuesto, no tienen cabida en el mundo injusto que les ha tocado ocupar. Polilla solo quiere una parcela donde sembrar la planta que lleva consigo, como metáfora de la raigambre a que todo ser humano tiene derecho a aspirar.

La identidad y el sentido de pertenencia constituyen el quid discursivo de la obra. Mediante un amplio trazo escénico alrededor de una escenografía mínima como lo son cartones, neumáticos y otros materiales reciclados, nos introducen a su pequeño reino ubicado en tierra de nadie (o de alguien más). Asimismo, un interesante dispositivo multimedia coloca al espectador bajo el punto de vista del paracaidista que, en picada y con cámara en mano, proyecta su mirada subjetiva sobre una maqueta donde no se vislumbran muros ni fronteras que nos separen a unos de otros.

Canto destaca con una interpretación enérgica y cercana a la farsa. Hristo presenta registros desiguales, pues el espectador no logra identificar la edad de su personaje, que bien podría ser un niño o un adolescente. Ambos realizan un gran trabajo físico cuidadosamente coreografiado pero orgánico. Lorena Barrera dirige y Mario Galván funge como dramaturgo. Vale la pena ver la obra en cuanto no elude los tópicos propios del teatro social y, por ende, un teatro pertinente y necesario.

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