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Mi madre era pensionada de la Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), que le pagaba a través de una cuenta de Bancomer. Al morir dejó como beneficiarios a mi hermana y a mí. Nos dejaba un mundo de aventuras surrealistas que nunca imaginó.

Poco después de su fallecimiento, me dirigí a la sucursal donde normalmente realizaba yo trámites para ella. Tras la usual larga espera de la gerente ausente -que ahora se llama Directora de Oficina- ésta me dijo que tenía que traer cierta documentación para realizar el trámite.

Dos meses después volví al banco y, tras nueva espera de una hora, en el lugar de La Directora encontré a un Director.

El nuevo jerarca -que aseguró apellidarse Maravilla (en serio)- se encargó de comunicarme que ni le importaba ni le interesaba lo que hubiera yo hablado con su antecesora, que ella ya no estaba y que lo que él dictaba era que, además de los documentos, tenía yo que llevarle el contrato original de la cuenta con la firma autógrafa de la titular.

Tras un momento de incredulidad, le respondí que eso no era posible, que no hay forma legal de que un beneficiario cualquiera obtenga un documento financiero confidencial firmado entre un tercero y el banco, y que además esa cuenta se había abierto en Puebla en algún momento de los años noventas, y que probablemente el original ya no existiera.

Finalmente le señalé que dudaba de la legalidad de requerirme un documento que, si en algún lugar tenía que existir, era en los registros del banco. Inútil cosa. Cual si de contestadora automática se tratara, siguió repitiendo que para que él moviera un dedo tenía que tener el contrato original y punto que se acabó.

Tras nuevo impasse, me dirigí a otra sucursal, con carta preparada y documentación. El resultado fue aún más interesante.

La Directora, una Sra. Calderón que recién remplazaba en el cargo a otra, Martínez (como se hacía evidente por el detalle de buen gusto de usar las tarjetas de la sustituida, con el nombre tachado y escrito a mano el suyo), se negó en redondo a recibir la solicitud, indicando que para que lo hiciera lo primero que tenía yo que llevar era ¡el contrato firmado por mi madre! Ya ni discutir.

Minutos más tarde, una atarantada telefonista, del centro de atención nacional, me confirmaba que no era requisito para el trámite presentar ningún contrato, pero que si la gerente de la sucursal lo pedía, ni modo, que más me valía conseguirlo y que Línea Bancomer no podía ayudarme.

El asunto, evidentemente, terminará en la Condusef, y Bancomer tendrá que pagar. Lo único realmente sorprendente es que una empresa de ese tamaño recurra a estas prácticas dilatorias para retener unos momentos más la pequeña cuenta de una pensionada.
El abuso no encuentra frontera en el absurdo.

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