Después de Wilma

Aquel domingo 24 de octubre de 2005 abrí los ojos al nuevo día, en medio de la oscuridad, cansado, húmedo, con una inmensa preocupación...

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Aquel domingo 24 de octubre de 2005 abrí los ojos al nuevo día, en medio de la oscuridad, cansado, húmedo, con una inmensa preocupación. Mis fuerzas parecían haberse esfumado la noche anterior o mientras dormía; ni supe. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que cerré mis ojos la noche anterior con un miedo indescriptible, al aullido del viento ensordecedor? Había perdido la noción del tiempo y espacio. A pesar de todo ello, respiraba tranquilidad. Sí, mucha tranquilidad. El silencio era total.

Absorto en mis pensamientos, tratando de hilar los últimos acontecimientos, escuché a un perro ladrar en la distancia. Quizás eran dos o más. Moví mis brazos, luego todo mi cuerpo, y el ruido del plástico que me cubría me despertó completamente. Me incorporé bruscamente y unas gotas de agua contenidas en el plástico me dieron los buenos días al caer sobre mi rostro.

Pasaron unos segundos antes de darme cuenta que estaba ahí, en el baño de mi casa, en el segundo piso, con las piernas flexionadas debido a la estrechez del lugar. Almohada húmeda. Mis rodillas adoloridas y húmedas. Wilma se había ido en el transcurso de la noche y me había dejado ahí tirado, no por obra de su intensa fuerza, sino por mi propia voluntad, por el miedo a ser lastimado por los efectos de sus fuertes vientos y lo que ellos arrastran: misiles hechos de ramas de árboles y otros objetos. Miré hacía mi recamara y vi, entre la oscuridad, el marco blanco de la puerta de cristal en el piso entre miles de pequeños pedazos de cristal que me regalaban una chispa de luz en su geografía conforme movía mi cabeza. Aterrador al darme cuenta de la magnitud del último evento.

Conforme pasaba el tiempo la oscuridad iba cediendo a la luz del nuevo día. Tenía miedo; muchísimo. Me paré. Me asomé por la ventana y miré a la calle, a lo que se posaba frente a mis ojos; al patio de mi casa. Los árboles estaban pelones y me recordaron a aquellos paisajes de otoño e invierno del norte de Estados Unidos y Canadá. Todo estaba mojado. La otrora barda vertical de mi propiedad yacía en el piso, en pedazos; inerte. Me vi en un desierto de concreto y con calles de sascab. Todo era gris y café en todos sus tonos, y alguna casa alrededor, pintada de un color diferente, resaltaba a la vista. Subí a mi azotea y ahí estaba, el mar. Jamás antes visto en condiciones normales.

Pasaron un par de horas, con sus respectivos minutos, y un ejército de soldados de la Comisión Federal de Electricidad estaba ahí, frente a mi casa, buscando un lugar para estacionar entre la basura, las ramas de los árboles, hojarascas, ladrillos, tanques de agua de plástico con grietas, y pedazos de un todo que conformaban antes la colonia. Ahí, en medio de todo el caos, nació la solidaridad en Solidaridad. Muchos nos unimos y seguimos aquí, contando la historia.

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