¿Hemos sido injustos con Obama?

En boca de Dolores Huerta: Barack Obama adoptó una política de deportación punitiva con la sola intención de convencer a los republicanos de respaldar una reforma migratoria.

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Hace un par de días entrevisté para la cadena Fusion a Dolores Huerta, quizá la mujer hispana más importante de todo el siglo XX en Estados Unidos. A principios de los sesenta, Huerta fundó, junto con César Chávez, el Sindicato de Trabajadores del Campo, movimiento que consiguió, a través de un estricto apego a la no-violencia, revertir años de maltrato y abuso laboral en los campos de California.

Si entre los hispanos César Chávez es la figura masculina hispana por excelencia, esta mujer de 83 años y notable fortaleza sigue llevando el estandarte femenino.

Al final de la charla, quise saber cómo interpretaba Huerta el exasperante impasse por el que atraviesa, desde hace tiempo, la reforma migratoria. También le pregunté sobre las deportaciones durante el gobierno de Obama.

La lectura de Huerta me impresionó. “Obama cometió un error de cálculo”, me dijo para luego explicar lo que muchos sospechan, pero que, en boca de Dolores Huerta, suena como una sentencia: Barack Obama adoptó una política de deportación punitiva con la sola intención de convencer a los republicanos de respaldar una reforma migratoria.

En otras palabras: trató de rebasar por la derecha a los republicanos para obligarlos a ceder. El resultado ha sido un fiasco absoluto. No solo no consiguió nada (“lo odian porque es afroamericano”, me dijo —valiente— Huerta), sino que ahora enfrenta una circunstancia no solo inesperada, sino complicadísima. Para la comunidad hispana, Obama se ha vuelto el villano de moda.

Podrá ser una vuelta de tuerca injusta, pero Barack Obama se la ha ganado a pulso. Después de cinco años de implementación del sistema inédito de deportación, el presidente suma ya 2 millones de indocumentados expulsados. Una cifra de ese tamaño no admite matices, y mucho menos en la percepción pública, donde los matices son más raros que un perro verde.

Pensémoslo desde la percepción pública. Durante un lustro ya, la población hispana en Estados Unidos ha escuchado básicamente dos historias: a) el Congreso republicano no quiere aprobar una reforma migratoria y b) Barack Obama sigue deportando hispanos. Con un poco de previsión, la Casa Blanca debió asumir que, tarde o temprano, la narrativa que terminaría por imperar sería la segunda.

No se necesita ser un experto en opinión pública para saber que una historia de constante sufrimiento humano será siempre más interesante y “venderá más” que otra cuyos detalles tienen que ver con la aridez de la operación política. Ya sea por suerte o por maquiavélico cálculo, los republicanos —que son, sin duda, los verdaderos villanos de la historia— han pasado a segundo plano en la escala de indignación, por ejemplo, de las organizaciones pro derechos de los migrantes.

Grupos tan influyentes como Chirla (Coalición de Derechos Humanos de Los Ángeles) se han concentrado en denunciar la política de deportación de Obama, olvidando —insisto— a quienes realmente han postergado una y otra vez la reforma integral: los republicanos. Los periodistas hispanos hemos seguido la misma dinámica. En los últimos tiempos, varios colegas hemos concentrado nuestros esfuerzos en denunciar las deportaciones y le hemos restado atención a las tropelías republicanas.

Es humanamente comprensible y periodísticamente justificable. Para la Casa Blanca, el asunto es una pesadilla.

Y lo es todavía más porque, de un tiempo para acá, la maquinaria de deportación del gobierno de Obama ha moderado y mejorado sus métodos. Me explico: durante el principio de la administración Obama, el servicio de migración y aduanas, ayudado por otras fuerzas del orden, ejecutó la política de deportación de manera indiscriminada. La fallida apuesta de

Obama arrastró a miles y miles de indocumentados, deportados siendo inocentes—o, para ser más claro, culpables solamente de violar las leyes migratorias, pero nada más—. Dicho de otra forma: el gobierno estadunidense echó a patadas de su territorio a gente sin historial delictivo, hombres y mujeres de familia cuyo único pecado había sido emigrar sin papeles a Estados Unidos.

Muchos de ellos llegaron a este país siendo apenas niños (los llamados dreamers, o soñadores). La expulsión masiva de gente inocente ha provocado una crisis humanitaria sin precedentes. Nadie puede poner en duda el calibre de crueldad de este capítulo en la historia de la presidencia de Obama.

Pero lo cierto es que, de acuerdo con las cifras más recientes, esa política indiscriminada de deportación ha sido poco a poco reemplazada por otra, mucho más cuidadosa, con un énfasis mucho más 

claro en la discreción para cada caso. El resultado está a la vista. En 2013, el número total de indocumentados sin récord criminal deportados tras ser detenidos en el interior del país se redujo notablemente. En 2009, el número se acercaba a los 150 mil; en 2013, la cifra fue de 10 mil 336. Diez mil personas, claro está, siguen siendo un mar de gente… pero no es lo mismo que 150 mil.

Por eso, la pregunta vale la pena: ¿hemos sido injustos con Obama? La respuesta, me parece, es no. Aunque su política de deportaciones se explique, como bien dijera Dolores Huerta, desde la estrategia de negociación con los intransigentes republicanos, los errores tienen un precio. Y el costo de deportar a 2 millones de personas no puede pasar desapercibido. Pero también es cierto que la feroz crítica a Obama debería dar cabida a varios matices.

De poco sirve denunciar lo aberrante si no se es capaz de reconocer cuando alguien ha corregido el rumbo.  Además, a nadie debe escapársele una variable particularmente lamentable: en este caso, la indignación irreflexiva solo beneficia a los enemigos más dogmáticos de la agenda latina.

Y algo está claro: nada que fortalezca a los republicanos es positivo para la enorme y sufrida comunidad hispana. 

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