Horizontes llenos de libros

En julio de 2013 visité el departamento de Lauro Zavala. Éramos dos estudiantes...

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En julio de 2013 visité el departamento de Lauro Zavala. Éramos dos estudiantes de Comunicación y Literatura que habíamos sido becados para trabajar una temporada con Zavala en la Universidad Autónoma Metropolitana. Semanas después de nuestro primer encuentro en su cubículo, estábamos en ese piso lleno de grandes libreros. Exceptuando la cocina, la residencia completa era una biblioteca.

Zavala nos dio un recorrido de más de una hora para mostrarnos todas las secciones de su gran biblioteca, por lo que entramos a su habitación y a la de sus hijos que también tenían paredes repletas de libros. La sala, el comedor, los pasillos y dos habitaciones eran los espacios por los se extendían colecciones de libros, ediciones comentadas, ediciones conmemorativas, literatura y filas de teoría de diversas disciplinas, principalmente del cine y literatura.

Conocer a un investigador que hace de los libros no solamente herramientas de trabajo sino un estilo de vida y parte del día a día de cada uno de los que viven en la casa, me motivó a seguir esas costumbres en tiempos venideros. Cuando la esposa de Zavala llegó a acompañarnos, le comenté que su casa me parecía preciosa. Con una sonrisa me respondió que su madre no entendía cómo podía vivir ahí.

Me gusta trabajar con libros y a pesar de que hasta hoy tengo dos modestos libreros, quiero que sean parte de más aspectos de mi vida. Estar en cualquier rincón de mi casa y que el horizonte esté bordeado de libros: mientras fracaso en las artes culinarias, les doy descanso cuando veo una película, que me acompañen en las reuniones alrededor de la mesa.

Una experiencia similar me ocurrió en un seminario de investigación, cuando María Dolores Almazán nos relató que desde niña había estado rodeada de libros. No sabía leer todavía pero jugaba con ellos. O la vez que, en fechas cercanas a la navidad, Maricruz Castro Ricalde vino a Mérida a pasar las vacaciones con su familia con un libro de Esther Seligson bajo el brazo que me interesaba y le había pedido el favor de traer de la Ciudad de México. Para recibir el libro me recomendó ir a su casa pues ella pasaría toda la mañana y la tarde escribiendo una reseña.

Entonces entendí que la presencia de los libros no sólo era espacial sino temporal, exigía atención en las vacaciones o se iniciaba desde temprana edad cuando no se sabe leer aún. Compromiso que asumí esa tarde en que me regalaron mi primer libro, elegido por placer y después del cual ya no pararía.

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