Juan Duch: el instante de los milagros

Este 11 de julio, en un aniversario más de su partida. 'Ese hombre pulcro, honrado y recto, poeta y joven, murió feliz'

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Imagino que, como le dice Juan Ramón Jiménez a Platero, nuestro Juan, Juan Duch Gary, tuvo desde niño un horror instintivo al apólogo, la iglesia, la guardia civil, los toreros y los pobres animales que “a fuerza de hablar tonterías en boca de los fabulistas” se hacen tan odiosos “como en el silencio de las vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural”. 

Leer a La Fontaine lo habrá reconciliado, como a Don Juan Ramón, con los animales parlantes y sus fábulas, pero evitando la moraleja, “ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma caída del final”. La rebeldía con la autoridad injusta y atrabiliaria, la aversión al “figurado” y al desacierto de los egos lo mantuvieron al filo de la luz y en la transparencia del aire y su persona, tan querida por tantos. 

Este 11 de julio, en un aniversario más de su partida, evocamos con gratitud su voz clara como en este poema que habla de una parca cena cuajada de metáforas: “Quiero respirar un aire sin persianas, / meterme en una perspectiva sin distancias, / acariciar el paso de la gente / con la epidermis de mi abrigo, / con el humo de mi café y de mi cigarro. / Quiero leer el pasado y el futuro / en el periódico de hoy por la mañana… / necesito ser nadie en el torrente / cotidiano de la calle, / sentir en las mejillas el soplo de septiembre / -ese pequeño frío temeroso… / hacer escala técnica en un bar  / y beberme un alcohol de pie, / simulando una prisa inexistente… / quiero entrar en un pequeño restaurante, / pedir la comida del día, pan / y una pequeña jarra de vino de la casa. / Después caminar, caminar, caminar / dejando el cansancio a mis espaldas, / resguardarme de la lluvia en las cornisas, / buscar un teléfono y llamarle a un amigo, / citarme con él en cualquier parte / para bebernos juntos un trago y mil palabras.”

Juan duda de la primera luz, pero no de los milagros: “No sé cuándo vi la luz; / no lo recuerdo. / Todo parece indicar que fue en diciembre / de un año que comienza a ser lejano. / Así está escrito en mis papeles. / Así lo dicen las tintas oficiales. / Mi madre supone recordar / que así fueron los hechos. / Mi padre dice que es exacto. / Yo dudo y me pregunto: / ¿Cómo pueden saber los libros milenarios, / los escribientes sordos, / las madres amorosas / y los padres severos / la fecha en que se impregnan nuestros sueños? / ¿Cómo pueden saber / el tiempo en que maduran nuestros ojos; el instante en que ocurren los milagros?”
Como este instante en la brisa de Chabihau: “Como un niño, sin penas ni temores, / corro en la playa y pierdo hasta el resuello, / salpicando de mar mis sinsabores, / enarbolando al aire mi cabello. / Como niño en lejanos corredores / que marcaron mi vida con su sello / recuerdo mis espectros, mis amores / y me ilusiono de vivir por ello”.

Una luz reseñada en las palabras de su entrañable amigo Rodolfo Menéndez: “Ese hombre pulcro, honrado y recto, poeta y joven, murió feliz. A la manera de Borges logró el propósito de ser feliz siendo justo”.

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