La neuroeducación representa tanto una enorme esperanza como una frustrante decepción

Las posibilidades son de ciencia ficción: saber con certeza si un aprendizaje ha ocurrido o no.

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La neuroeducación representa actualmente tanto una enorme esperanza como una frustrante decepción. Las posibilidades son de ciencia ficción: saber con certeza si un aprendizaje ha ocurrido o no, mediante la observación directa del cerebro pensante. Sin embargo, actualmente es imposible hacer esto en la escuela; para hacerlo se requiere tanto de equipo especializado como de personal altamente calificado. Cualquiera puede ver esta gigantesca diferencia entre el ambiente libre y engañosamente caótico del aula y el contexto ultracontrolado y engañosamente simple de un laboratorio.

¿Qué es lo que podemos realmente lograr en la escuela con las neurociencias educativas? Según Kimberley Carraway, es posible seguir ocho principios generales para guiar nuestra enseñanza. Estas nociones no establecen recetas concretas para quien enseña o aprende sino lineamientos generales aplicables en situaciones inciertas e irrepetibles. Y por ser guías no específicas pueden ser implementadas en diversas situaciones escolares.

El primer principio es fácil de enunciar: el cerebro cambia su estructura con la experiencia. Así, quien aprende debe tener una activa experiencia personal. No basta con escuchar hablar a la profesora. La persona debe estar lo más involucrada posible en su aprendizaje: debe escuchar, sí, pero también hablar, pensar, escribir, dibujar, armar, sintetizar, construir…

El segundo establece que nuestras capacidades para conocer el mundo se desarrollan y cambian con el tiempo. Se aprende de manera diferente en la infancia que en la adolescencia o en la edad adulta. Por ello, es necesario esperar a que los aprendices tengan la edad adecuada para ciertas operaciones intelectuales y no se debe enseñar de la misma forma a infantes que a adultos, porque sus cerebros están en diferentes etapas de maduración.

El tercero señala la gran interrelación que existe entre nuestras emociones y nuestros aprendizajes. Daniel Goleman siempre tuvo razón: la inteligencia emocional no sólo existe sino que además todo indica que no hay inteligencia humana sin emociones. De hecho, ahora se tiene una concepción de las emociones como resúmenes de nuestro conocimiento del mundo: nos sentimos de acuerdo a cómo hemos construido nuestros modelos mentales. El hecho de estar deprimidos tiene estrecha relación con cómo y en qué hemos estado pensando.

El cuarto principio apunta a la estrategia fundamental de nuestro cerebro: la búsqueda de propósito y relevancia. Quien aprende no sólo debe tener una activa experiencia personal sino que ésta debe ser lo más significativa posible para esa persona. Un buen profesor debe conocer a sus estudiantes; lo suficiente como para poder saber qué es lo trascendente para cada uno de ellos. Sin este conocimiento, acerca de lo que es relevante para el aprendiz, es muy difícil diseñar experiencias efectivas de aprendizaje. Si nuestros estudiantes están aburridos por no entender la razón por la que deberían esforzarse, no aprenderán.

El quinto establece un punto de contacto entre materia y espíritu: el aprendizaje involucra la construcción de redes entre las neuronas, mientras que la memoria involucra la reactivación de estos entramados. Así, los profesores deben poner atención a las condiciones de aprendizaje para mejorar la retención. Si algo se aprendió (si una red de neuronas se formó) en el aula, será difícil de recordar (que esa red se vuelva a echar a funcionar) en otro lugar. Por esto es necesario que se enseñe en condiciones lo más parecidas a las que enfrentará el aprendiz en su realidad. Esta es la razón para tener prácticas profesionales o para acercar a la universidad al mundo del trabajo.

El sexto señala que la memoria no radica en un sitio específico de nuestro cerebro sino que está distribuida en varios. Un recuerdo de nuestra infancia puede estar guardado tanto de manera gráfica como verbal. Por ello es recomendable que la información se presente en modos diferentes y complementarios: fotos y palabras, por ejemplo, en donde las primeras ayuden a recordar las segundas. No es necedad ni lujo pedir que las escuelas tengan laboratorios audiovisuales o multimedia.

El séptimo principio también está relacionado con la memoria: los recuerdos se pierden y modifican con el tiempo. Es lo normal. Por ello es necesario repasar periódicamente lo aprendido. Además, el lapso está directamente relacionado con la recuperación: si deseamos recordar algo a largo plazo será necesario repetir y espaciar más la recuperación. También este principio nos permite entender por qué la práctica hace al maestro: un recuerdo que se reactiva una y otra vez será más fácil de volver a recuperar, porque la red de neuronas se mantendrá fuerte.

El octavo y último nos habla de las limitaciones que tenemos para aprender. El cerebro no puede manejar cantidades grandes de información a la vez; cuando se aprende es necesario concentrarse en pocos elementos. Todo indica que somos capaces de manejar en nuestra memoria de trabajo de cinco a diez elementos sueltos como máximo, situación que todos conocemos de intentar aprender un número telefónico nuevo.  Sin embargo, también sabemos que poco a poco se llega muy lejos. Una vez que un recuerdo pasa de la memoria de trabajo a la memora de largo plazo, es posible acumular una cantidad enorme de información.

Enseñar es un arte y una ciencia. No basta con aprender y usar estos ocho principios. Pero es un buen comienzo, uno basado en lo que sí sabemos acerca de nuestro cerebro.

La neuroeducación representa tanto una enorme esperanza como una frustrante decepción. Las posibilidades son de ciencia ficción: saber si un aprendizaje ha ocurrido o no, mediante la observación directa del cerebro. Sin embargo actualmente es imposible hacerlo en la escuela. Hay una gigantesca diferencia entre el ambiente libre del aula y el contexto ultracontrolado de un laboratorio.

¿Qué es lo que podemos realmente lograr con las neurociencias educativas? Según Kimberley Carraway, es posible seguir ocho principios generales para guiar nuestra forma de enseñar.

El primero es fácil de enunciar: el cerebro cambia con la experiencia. Así, quien aprende debe tener una activa experiencia personal. No basta con escuchar hablar a la profesora.

El segundo principio establece que nuestras capacidades para conocer el mundo se desarrollan y cambian con el tiempo. Se aprende diferente en la infancia que en la adolescencia o la edad adulta.

El tercero señala la gran interrelación que existe entre nuestras emociones y aprendizajes. Daniel Goleman siempre tuvo razón: la inteligencia emocional no sólo existe sino que además todo indica que no hay inteligencia humana sin emociones.

El cuarto principio apunta a la estrategia fundamental de nuestro cerebro: la búsqueda de propósito y relevancia. Quien aprende no sólo debe tener una activa experiencia personal sino que ésta debe ser lo más significativa posible para esa persona.

El quinto establece un punto de contacto entre materia y espíritu: el aprendizaje involucra la construcción de redes entre las neuronas, mientras que la memoria involucra la reactivación de estos entramados. Así, los profesores deben poner atención a las condiciones de aprendizaje para mejorar la retención

El sexto señala que la memoria no radica en un sitio específico de nuestro cerebro sino que está distribuida en varios. Un recuerdo de nuestra infancia puede estar codificado tanto de manera gráfica como verbal. Por ello es recomendable que la información se presente en modos diferentes y complementarios: fotos y palabras, por ejemplo.

El séptimo principio también está relacionado con la memoria: los recuerdos se pierden y modifican con el tiempo. Por ello es necesario repasar periódicamente lo aprendido.

El octavo y último nos habla de las limitaciones que tenemos para aprender. El cerebro no puede manejar de golpe cantidades grandes de información. Cuando se aprende es necesario concentrarse en pocos elementos a la vez. Poco a poco se llega muy lejos.

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