Ampliamente difundida ha sido la explosión que sufrieron las instalaciones adjuntas a la torre Pemex en la capital de la República y sobre todo los trabajadores que allí labora. Treinta y siete muertos, siete heridos de gravedad son las repercusiones conocidas más graves.

Al momento de escribir el presente artículo las explicaciones oficiales no llegan más allá de afirmar que los datos apuntan a que fue un accidente y para abundar señalan que las causas pudieran ser la falta de mantenimiento adecuado a los sistemas y el uso de gases obsoletos.

La presencia en el sitio de tantos personajes, como Enrique Peña Nieto, los secretarios de Gobernación, Marina, Defensa, Energía y el procurador, habla no solo de la dimensión de la tragedia, sino de la preocupación del gobierno de la República por el significado que un acontecimiento de estas características pueda tener en la vida nacional.

No es para menos. La importancia de Pemex no sólo es de la más alta relevancia para la economía de nuestro país, sino que es un ícono por ser tema de excepción en la agenda política. La explosión pasada adquiere otra magnitud -como si la real no fuera suficientemente grande- porque le sucede a Pemex y en momentos en que vuelven a iniciarse discusiones acerca de su futuro.

Por lo anterior y por la falta de conclusiones en la investigación lo suficientemente rápidas que no den espacio a que cada quien saque sus propias conjeturas, es que no falta quien piense que lo sucedido va más allá de lo accidental y se pretenda evitar la toma de decisiones que modifiquen el status de la paraestatal.

En las próximas horas sabremos las conclusiones de los equipos técnicos, que aun siendo verdad no borrarán los daños ni las suspicacias.