Sin querer ver el mal

Vivimos en un mundo al que coloreamos con las intenciones más sanas, nos presentamos como personas sensibles, educadas y preocupadas por el bien.

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Vivimos en un mundo al que coloreamos con las intenciones más sanas, nos presentamos como personas sensibles, educadas y preocupadas por el bien; si fuera así, sería una agradable noticia, pero, en muchas ocasiones, nuestro comportamiento no se guía por tan recomendables conductas.

Aquello es un elaborado autoengaño social, en el que un gran número de instituciones se coordinan de manera tal que la conciencia particular resulta adormecida ante el dictado de la mayoría y la sociedad contribuye en muchas ocasiones a ocultar con una máscara de bondad acciones y actitudes.

Legislaciones como la del salario mínimo le dan un barniz de legitimidad a la explotación laboral, pues todos sabemos que dicho salario no permite cubrir las necesidades básicas de una persona; mucho menos es posible cubrir con tan escaso ingreso los requerimientos de una familia.

En nuestras familias formamos seres humanos que consideran que únicamente lo útil es lo adecuado, que la realización de la persona está determinada solo por su productividad laboral, creyendo que la misión exclusiva de los padres es brindar cada vez más y mejores satisfactores materiales a los hijos.

Innumerables empresas se dicen responsables socialmente, pero en realidad atentan contra la sociedad, sea inundando el mercado de productos que lejos de alimentar adecuadamente a la población la saturan de azúcares, grasas y conservadores que solo contribuyen a atentar contra la salud de quienes los consumen, o incentivando el consumo de alcohol o tabaco, eso sí, recomendando su consumo responsable.

La estructura educativa está enfocada a brindar conocimientos, habilidades y actitudes que permitirán a los estudiantes ser exitosos en el mundo laboral; contra lo que aseguran las escuelas, no necesariamente lo que hayan enseñado a sus estudiantes será utilizado para impulsar el bien y el desarrollo social.

Nos sentimos buenos por cumplir con los parámetros que la sociedad dictamina como adecuados, pero por debajo de ella tratamos de ocultar ante los demás y ante nuestra conciencia el mal que realmente nos corroe; acabamos ciegos ante el mal por propio convencimiento.

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