Soliloquio

He pasado veinte años de mi vida con un libro delante de la cara...

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Nací el año en que Gabriel García Márquez publicó “Doce cuentos peregrinos”, 1992, mi cuento favorito es “María dos Prazeres”, podría quedarme en la cama todo el domingo repasando la travesía que haría el perro Noi en caso de que su ama muriera, eso sí, confiada de recibir visitas en el cementerio.

Crecí en una calle llamada Ramón López Velarde, hoy una arteria pavimentada en la cual fluye el miedo de quienes viven en una ciudad en penumbras, tragada por una guerra iniciada en 2006. Si mis hijos quisieran saber mi origen, les contaré que el hospital donde vine al mundo se convirtió primero en un inmueble abandonado al que atribuíamos la presencia de fantasmas de los fallecidos en su quirófano, el mismo cuarto en el que nací podría decirse fue la sala de recepción de entrada y salida a la existencia. Después les diré que fue derribado y terminó siendo una calle en la que los antiguos huéspedes deambulan por las casas de la colonia.

En Tabasco, mientras estudiaba primaria, escuché más sobre la poesía de Carlos Pellicer que de las novelas de Josefina Vicens, asistí en uniforme a varios eventos obligatorios de la escuela, cuyo motivo era celebrar la figura y obra del poeta. Siempre Carlos Pellicer, siempre José Carlos Becerra, siempre José Gorostiza, nunca Josefina Vicens.

Lo extraño es que fueron escritores tabasqueños, casi todos radicados en la Ciudad de México, con trayectorias igual de relevantes. Ese desacierto me acompañó al grado de dedicarle diariamente unas horas de escritura a la autora de “Los años falsos” y “El libro vacío”. ¿Quién era esa mujer canosa que se hacía llamar “Pepe Faroles”? ¿Por qué es más conocida en el centro del país que en Villahermosa?

He pasado veinte años de mi vida con un libro delante de la cara, dos de ellos redactando una tesis cuando estudié Literatura. Salía con gente que decía embriagarse de lecturas, hasta que conocí a un hombre que prefirió leer las nubes. Hallé metáforas cuando me dijo su ocupación en el aeropuerto, me enamoré.

La vez que regresé a mi casa llorando por las burlas de mis compañeros y la indiferencia de los profesores en secundaria, nunca imaginé que trabajaría en la docencia, menos que me gustaría tanto. Pienso que en cualquier otra profesión no me habría acostumbrado a las despedidas. Los alumnos siempre se irán, eso lo sé, quedándose conmigo las palabras de moda, los duelos y complicaciones adolescentes que no comprendemos hasta que cumplimos un cuarto de siglo de haber entrado por esa recepción de la que hablaba.

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