Don Hipólito, el hombre que soñó su destino

Durante un año su padre lo visitó en suelos para enseñarle las oraciones propias para ser un j’men.

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Don Hipólito lava simbólicamente al J-Kon k’uj para que no cargue malos vientos. (Natalia Manzanera Alcocer/SIPSE)
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Martiniano Alcocer Álvarez/SIPSE
MÉRIDA, Yuc.- Hipólito Puc Tamay no quería ser j’men, pero su padre lo obligó. Por más que se resistía a ocuparse de seguir la tradición que le venía desde su abuelo, don Hipólito tuvo que cumplir finalmente su destino. Nada más que lo tuvo que aprender cuando su padre ya había muerto y las lecciones le llegaban desde alguna dimensión más allá de la tierra.

-No lo aprendí, soñado lo hice (sic)–afirma cuando se le pregunta por su singular oficio que consiste en presidir importantes ceremonias relacionadas con el campo y la vida de las comunidades mayas, principalmente la de petición de lluvia o cha’acha’ak y la del huajicol u ofrenda de agradecimiento por la cosecha, pero también el je’etzlu’um para dedicar un terreno, entre muchas otras.

-Fue el difunto de mi pobre papá el que me enseñó las oraciones –explica-. Durante un año, todas las noches venía para enseñarme, porque cuando vivía no quise aprender. 

Don Hipólito, j’men de Xanlah, del municipio de Chankom, en el oriente del Estado, acaba de celebrar la ceremonia del cha’acha’ak en la cabecera municipal. Todas las oraciones que pronuncia son en maya, con apenas una que otra palabra en español. Terminada la celebración, habla con el periodista:

“Así me las enseñó mi padre en mis sueños”, insiste. “Cuando tuve el primer sueño con mi papá, le pregunté a mi pobre mamá qué debía hacer y me ordenó que obedeciera. Así estuve todo ese año, todas las noches. Luego dejé de soñar a mi papá y empecé a ser j’men”.

Hoy don Hipólito es un respetado y reconocido j’men en muchas poblaciones del oriente.

Así cuenta su historia:

-Nunca lo estudié. El difunto de mi pobre papá (otzil in tat) siempre me decía que yo aprendiera, pero nunca le hice caso. Una noche, cuando ya estaba muerto él, se me apareció en sueños y me ordenó que lo aprendiera. Todas las noches, durante un año, se me aparecía para explicarme lo que debía hacer. Cuando se lo dije a la pobre de mi difunta mamá (otzil in mam), me indicó que vaya a preguntar a un  primo de mi papá y él me dijo: “Ya ves, como no quisiste aprenderlo cuando vivía tu papá ahora lo tienes que hacer en tus sueños y debes ocuparte de cumplir su voluntad”.

-Las oraciones que digo él también me las enseñó. Cada noche me recitaba alguna y así fui aprendiéndolas. No lo tengo escrito, todo está dentro de mi cabeza, así como me las enseñó así lo digo. Desde hace 30 años lo hago, soy el j’men de aquí y de otros pueblos. Muchos vienen a buscarme para que yo les haga sus ofrendas.

Don Hipólito no quiere recitar para la grabadora ninguna oración de las que sabe, porque dice que se debe respetar. Son para los dioses del monte, para el “Dios mediante”, para los espíritus que cuidan las milpas.

Hay muchas cosas en las ceremonias que tienen que ver con la religión cristiana, aunque no es ningún secreto que los mayas supieron disfrazar sus creencias con fórmulas cristianas a fin de que no los castigaran los frailes. “Sí le pedimos a Dios, pero también a los señores del monte, a los yuntsilo’ob, a los balames, a los que viven en los cuatro puntos cardinales y les ofrendamos a los aluxes que cuidan las milpas”, explica el j’men.

En la ceremonia del cha’acha’ak, como la que preside don Hipólito, se mezclan la fe ancestral de los mayas y las fórmulas del catolicismo. Al pie del altar, por ejemplo, donde se colocan las viandas que previamente se prepararon y cocieron bajo tierra (pib), hay cuatro niños amarrados cada uno mirando a una dirección: norte, sur, este y oeste. Los pequeños se encargan de personificar a los sapos e imitan su croar. Presidiendo el altar, de palos y ramas y amarrado con bejucos (no se pueden usar clavos) hay una especie de cruz que lo mismo puede representar el ya’axche (la ceiba sagrada) que el madero en que murió Jesucristo. La comida debe ser preparada por los hombres, aunque a las mujeres se les permite alguna participación previa. Durante el desarrollo de la ceremonia, las mujeres permanecen a cierta distancia del altar.

A unos metros del altar hay un personaje determinante, se le llama J-Kon k’uj y está armado con una espada y un rifle ambos de rústica confección en madera y lleva un calabazo. Cada determinado tiempo este personaje imita con el rifle un disparo al aire –el objetivo es darles a las nubes cargadas de agua para que se desfonden y caiga la lluvia- o lanza mandobles con su espada, imitando el rayo, o rocía por encima de sus hombros el agua que contiene el calabazo imitando la lluvia o sopla en la boca del calabazo imitando el silbido del viento.

Casi a punto de terminar la ceremonia, don Hipólito se acerca al j-Kon k’uj con una jícara de agua y lo rocía. La razón, explica el sacerdote, es que debe evitar que el hombre que hace del personaje cargue un mal viento porque puede enfermarse e inclusive morir.

Hechas las ofrendas y rogativas, que incluyen un pan de 13 capas –un número sagrado- relleno de pepita y horneado junto con las aves bajo tierra, se reparte la comida entre todos los asistentes y suele suceder que, mientras están comiendo, se nubla el cielo y cae la lluvia.

La experiencia de don Hipólito no es única. La explicación de los aprendizajes en sueños o mediante misteriosas apariciones es recurrente entre los sacerdotes y curanderos mayas. Algunos refieren que en alguna ocasión, mientras se hallaban en el monte, un hombre blanco, alto y de barbas, vestido con  largo, albo traje, se les apareció y les infundió la ciencia de curar con yerbas.

Lo que es cierto, sea que usted crea o no lo que estas personas refieren con absoluta seriedad, es que los mayas de ayer y de hoy tienen un profundo respeto por la naturaleza y los bienes que les proporciona. Antes de tumbar un monte para su milpa, piden permiso a sus guardianes, si van a cosechar, les rinden tributo de gratitud, no tiran un árbol sin antes desagraviar a las deidades del monte. Se puede decir que los ancestros de los mayas de hoy fueron precursores de los movimientos ecológicos y eso por una buena razón: del monte provenían todos sus alimentos.

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