Francisco, tres años entre pobres, reformas y soft power

En el centro del pontificado de Jorge Mario Bergoglio los pobres son interlocutores con la misma dignidad de los poderosos.

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El Papa Francisco se confiesa antes de la celebración de una misa en la Basílica de San Pedro, el 4 de marzo de 2016. (Foto: AP/Max Rossi)
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Agencias
CIUDAD DEL VATICANO.- Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, cumple este 13 de marzo tres años de dirigir los destinos de la Iglesia Católica. Con ese motivo, Giovanna Chirri, experta en la Santa Sede de la agencia de noticias italiana Ansa, hace una puntual crónica de estos primero años del Papa argentino:

El Papa que recibe a los sin techo para una visita de la Capilal Sixtina, que les hace instalar una peluquería, un albergue de primera acogida, un ambulatorio.

Y el Papa que participa en Bogotá en el segundo congreso mundial de los movimientos populares, escucha sus instancias por más de una hora y les habla durante 55 minutos, un tiempo más largo que el que dedicará a su intervención en la ONU.

Y con las mismas palabras de su encíclica, les recuerda que el futuro "no está en las manos de los poderosos, sino en la de los pueblos".

Están siempre los pobres, como sujetos y como interlocutores, con la misma dignidad de los poderosos y de los grandes, en el centro de las imágenes del tercer año de pontificado de Jorge Mario Bergoglio, que se cumple el 13 de marzo.

Los pobres en el centro, ellos que son los primeros en sufrir si no se cuida la casa común de la humanidad. He aquí entonces la encíclica "Laudato si", texto poderoso sobre la tutela del ambiente y por un nuevo modelo de desarrollo, que suscitó críticas y adhesiones, y desencadenó un debate a escala mundial a nivel institucional, político y de base, un texto que habló de inmediato a muchos, de todas o ninguna religión.

Y luego los pobres y el Jubileo, convocado sobre la misericordia, tema conciliar y atributo del Dios de las religiones del Libro, el primer Año Santo lanzado por un Papa jesuita, y por eso que vivir no sólo desde el punto de vista de la devoción, sino también de la movilización y la renovación de las conciencias y la inteligencia.

Junto a los pobres, intentando un balance del año transcurrido, habría que colocar el Sínodo y la reforma de la Iglesia, y luego los cristianos actores (¿unidos?) del soft-power de las religiones por la pacificación mundial.

La reforma, dice quien cuenta la sucesión de las sesiones del C9 -que llegaron a la decimotercera, con el examen minucioso de los dicasterios, de su estructura y las personas que los guían- avanza lentamente y corre el riesgo de ser derrotada por la burocracia.

Pero si se piensa en los números con que pasaron en el documento conclusivo de 2015 los puntos más controvertidos del Sínodo sobre la familia, si se mira todo el itinerario sinodal, se diría que la reforma no va lento en absoluto, que el Papa latinoamericano está dirigiendo con decisión a la Iglesia a abrir sus propias puertas y ponerse en camino, con todos sus componentes.

Reforma no sólo de estructuras sino de modo de ser Iglesia, recorrido abierto que mira a la historia, capta sus desafíos, gobierna sus conflictos y no se fosiliza en lo dado, lo cierto, lo adquirido.

Tras la atención de Benedicto XVI por la colegialidad y las soluciones que intentó, casi en puntas de pie, para revigorizar el sínodo de los obispos, la Iglesia en camino de Bergoglio parece una reforma cierta, un cambio radical de perspectiva en el sentido del caminar juntos de pastores y pueblo, que tiene una fuerte valencia ecuménica y que si tiene tiempo de consolidarse también en las estructuras podría resultar irreversible.

No sólo las burocracias -como siempre enemigas de las revoluciones, y también de los que en las casas y las parroquias temen perder certezas e identidad- frenan este proceso, que no presume de tener verdades prefabricadas en el bolsillo sino que abre la fe de los particulares y de las comunidades al discernimiento de la fuerza del Espíritu.

Y el Papa jesuita tiene una marcha más en discernir el camino, no queriendo ocupar espacios, sino gobernar procesos.

El 15 de noviembre, de visita en la Iglesia luterana de Roma, el papa Francisco respondió con la sapiencia del corazón, y con corazón de pastor, a una señora felizmente casada con un católico que explicaba su sufrimiento por no poder tomar la comunión con su marido.

El 22 de junio en Turín fue el primer Papa en un templo valdense. Y el 12 de febrero el abrazo en Cuba con Kirill, precedido por el anuncio de querer participar el próximo octubre en Suecia en las celebraciones por los 500 años de la Reforma protestante.

Hay indudablemente en este momento del pontificado una aceleración del recorrido ecuménico y, como ocurre también en el diálogo interreligioso, las Iglesias cristianas reconocen al papa Francisco una capacidad de unir fuerzas, esfuerzos, pasión y voluntad, por el bien común, de los pueblos y no sólo de los creyentes.

Con el papa Francisco parece que el soft-power de las religiones está hallando el modo de influir en la historia de los pueblos, persiguiendo objetivos posibles y construyendo esperanzas no utópicas.

De la paz no podrá sino venir algo bueno y se podrían descabezar las armas de quienes usan a dios para acciones de terrorismo o para desencadenar guerras.

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