El crimen que vuelve

Lo que de verdad indigna de la historia de María Santos es que es emblemática de exactamente el tipo de crisis que me describiera aquel experto en seguridad meses atrás.

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A finales del año pasado, platiqué informalmente con uno de los expertos en trabajo policíaco más reconocidos de Estados Unidos. Entre otras cosas, le pregunté su opinión sobre la crisis de seguridad en México. Conocía el tema bien.

Lo que me dijo me hizo reflexionar. En pocas palabras, su hipótesis es como sigue: una sociedad tiene un verdadero problema de inseguridad no cuando un criminal opta por quebrantar la ley, sino cuando, sintiéndose inmune a la acción de la justicia, decide reincidir, decide regresar a terminar el “trabajo”. “Si un criminal no aprende la lección y se siente con la suficiente confianza y fuerza como para volver a las andadas, entonces tienes un problema de verdad serio”, me dijo, para luego rematar: “Eso es lo que me preocupa de México”.

Recordé aquel diagnóstico cuando leí los detalles del asesinato de María Santos Gorrostieta, la valientísima mujer que fuera alcaldesa de Tiquicheo, Michoacán. Lo que enfurece del caso no es solo la muerte de María, una joven mexicana que, contra todo pronóstico, decidió dedicar algunos años de su vida al servicio público.

Tampoco es solo la orfandad de sus hijos, que primero perdieron a su padre —también asesinado— y luego a su madre. No: lo que de verdad indigna de la historia de María Santos es que es emblemática de exactamente el tipo de crisis que me describiera aquel experto en seguridad meses atrás.

Porque resulta que a María Santos no le quitaron la vida a la primera oportunidad. Como seguramente sabe el lector, María sobrevivió al menos a dos atentados de una violencia indescriptible. Las balas de los criminales le dejaron el cuerpo deshecho.

En las fotografías que la propia alcaldesa difundiera hace un año —imágenes imborrables en el catálogo del horror mexicano— están clarísimos los cráteres, las cicatrices, la huella de las cirugías. Todo, producto de la obstinación asesina de quien, sintiéndose cobijado por la impunidad, decidió volver, una y otra vez, a intentar acabar con María Santos.

Al final, como ocurre cada vez con más frecuencia en México, el criminal se salió con la suya. Sin importar que María ya no se dedicara a la política, sin importar que se hubiera casado de nuevo, sin importar la vida de sus hijos, alguien se la llevó y la mató de un golpe en la cabeza. Porque sí. Porque podía.

Lo dicho: nada peor que el criminal que regresa a acabar lo que dejó inconcluso; que siente, carajo, que puede dar la media vuelta y volver para terminar lo que empezó. 

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