El espejo moral del fraude

La revuelta anticorrupción de estos días me recuerda la indignación contra el fraude electoral de los ochentas.

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La revuelta anticorrupción de estos días me recuerda la indignación contra el fraude electoral de los ochentas.

Aquella ola de protesta contra el control de las elecciones por el gobierno y el rechazo al fraude rutinario que de él derivaba crecieron inconteniblemente en unos años hasta que el asunto se volvió innegociable: las reglas tenían que cambiar de verdad.

Todavía en 1980 la idea de ganarle al PRI unas elecciones parecía tan remota que nadie se lo proponía cabalmente, ni siquiera los partidos de oposición, entre ellos, solitariamente, el PAN, cuyo propósito íntimo más que ganar era pelear, testimoniar, no dejar el campo entregado de manera tan indigna.

Hablo de 1980. Estábamos a diez años de que el gobierno cediera el control del órgano electoral y a otros diez de que el PRI perdiera la Presidencia.

Fue una variante de las “revoluciones morales” estudiadas por Appiah a que me referí en la columna de ayer.

Ayudaron a la gran transición de aquellos años, sin duda, las crisis económicas del 82, del 87 y del 94-95, que dejaron desnudos a los gobiernos priistas, responsables absolutos de ellas, con todas las cuentas por pagar.

Pero hubo también el proceso descrito por Appiah. La hegemonía priista que muchos de sus estudiosos estadunidenses, todos sus beneficiarios, e incluso muchos de sus críticos, reconocían como una fórmula de gobierno eficaz, única en el paisaje de inestabilidad y dictaduras de la América Latina, empezó a parecer una antigualla.

Los argumentos contra aquella “originalidad nacional”, bien conocidos de años atrás, cobraron una pertinencia inusitada. La singularidad del PRI-gobierno empezó a parecer solo un vicio, una anomalía que debía corregirse.

Completó el cuadro la exhibición internacional de aquellas prácticas políticas en el contexto de un continente que dejaba atrás las dictaduras que lo habían enlutado y transitaba hacia la democracia. Lo que antes era una forma de originalidad nacional, si no de orgullo, empezó a ser solo el esqueleto del dinosaurio que había que demoler.

En el año 2000 el dinosaurio perdió la Presidencia.

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