La herencia del manirroto

La más grande tragedia del súbito heredero consiste en regresar a la miseria. Descubrir que lo que creyó inversión era en realidad gasto.

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Había una vez un heredero bueno. Conocía de cerca la miseria, ya que durante años la sufrió en carne propia, hasta que recibió una herencia cuantiosa y así se prometió que sus hijos jamás pasarían hambre. De más está decir que, cuando al fin fue padre, encontró una especial satisfacción en brindar a sus críos no nada más lo justo y necesario, sino de hecho todo cuanto pudiera ser preciso para fijar por siempre sus sonrisas.

Un día, tras muchos años de gastar a manos llenas, nuestro héroe manirroto advirtió que la herencia se había hecho pequeña.

Para colmo, sus deudas habían ido creciendo imperceptiblemente, de manera que en términos técnicos se podía afirmar que la familia se había ido a la quiebra. ¿Cómo iba a hacer aquel hombre tan bueno para explicar a sus queridos hijos que había llegado el fin de las vacas gordas?

Cada mañana, al despedirse de ellos, el hombre procuraba moderar tanto sus inquietudes como sus exigencias. Cosa muy complicada, considerando que él estaba aún más inquieto y exigido, por lo que ya miraba en busca de un culpable sobre quien descargar su frustración. Cada día, de hecho, encontraba decenas de culpables y enemigos jurados de su felicidad. Y como sus mimosos descendientes no contaran de pronto ni con lo necesario, no le quedó ya al hombre sino salir del paso apelando a las nobles intenciones que desde el primer día le animaron. “Hasta el último peso”, les echó al fin en cara, “lo invertí nada más que en su felicidad”.

La más grande tragedia del súbito heredero consiste en regresar a la miseria. Descubrir que lo que creyó inversión era en realidad gasto, y más que eso derroche y desperdicio. ¿Cómo no aborrecer a quien, con las mejores intenciones, dilapida el futuro en nombre de un presente mentiroso y encima espera eterna gratitud? ¿Quién quisiera ya verse en los zapatos de ese padre magnánimo que condenó a sus hijos a la miseria y todavía espera gratitud?

No es fábula, ni cuento, ni parábola. Es la herencia del diablo en las manos de Nicolás Maduro. Un padre cada día menos querido por aquel hijo único al que llama Pueblo: ese voluble ingrato cuya felicidad es todo lo que él quiso en esta vida. Igual que ocurre a tantos sucesores que jamás han tenido que efectuar una resta, el tierno Nicolás no encuentra diferencia entre inversión y gasto. ¿Y acaso no es normal que al cabo de una larga y alegre bacanal no le cuadren las cuentas al borracho?

Debe haber un error, naturalmente. ¿Cómo pudo beberse todo ese dineral? Y aun si lo hubiera hecho, ¿qué clase de agiotista pudo dejar que se endrogara así?

Para colmo de males el cándido Maduro, cuya cuenta de Twitter lo acredita como “hijo de Hugo Chávez”, recibió aquella herencia en números tan rojos como las camisetas de sus partidarios. ¿Y qué va a hacer ahora? ¿Renegar de ese padre celestial que lo visita en forma de pajarraco para que no se aparte del camino de la felicidad? ¿Seguir pidiendo al pie de su querida efigie que venga y multiplique las arepas, cuando nadie le vio jamás multiplicar un dólar, o siquiera guardarlo para los días lluviosos?

Causa un poco de pena, antes que enojo, enterarse de las últimas soflamas del Heredero Rojo, dirigidas en contra del primero que pase por su desconcierto y se interponga en sus expectativas, mismas que a estas alturas deben ya de alcanzar alturas místicas. Nada que al beato Nico se le dificulte, luego de percibir tantas y tan curiosas conspiraciones trasnacionales detrás de cada uno de sus desatinos. Creyente como es, el hijo predilecto del gran derrochador espera que los suyos imaginen con él una Cumbre secreta donde varios villanos al estilo Ian Fleming se confabulan para vaciar los anaqueles de Caracas y minar la moral de su revolución.

Dudosamente dentro de sus cabales, al gigantón de la camisa roja no le ha bastado con callar a sus críticos y perseguir a sus opositores, toda vez que recién ha resuelto aprobar que el ejército haga uso de las armas contra las manifestaciones populares. Esto es, que los soldados de un gobierno que se dice de izquierda disparen a mansalva sobre la gente. ¿O será que en el coco atribulado del heredero de los números rojos esa gente no es gente, sino gusanos? ¿Será también por eso que otros repartidores de felicidad no encuentran condenable en uno de los suyos lo que en sus adversarios sería fascismo puro, y de hecho genocidio?

En términos muy simples, me ha explicado el psiquiatra, la histeria es el extremo opuesto de la arrogancia. Es de dudarse que Nicolás Maduro, fascista que se ignora por candor y soberbia, tenga la sangre fría de un genocida. Parece más probable, en todo caso, que la abundancia de saldos pendientes lo tenga convertido en un histérico. Tiene mucho poder y nada de dinero: situación especialmente difícil para aquel que sostiene a tantos hijos y no los ha enseñado a multiplicar. 

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