Lilian y un aseador de calzado

Ella, venezolana, en lucha pacífica por la libertad de su pueblo y de su esposo, Leopoldo López. Él, quien cuida celosamente SU PRESTIGIO en el digno trabajo de limpiar zapatos.

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¡Qué belleza de seres humanos! ¡Qué ejemplos de vida!

Ella, venezolana, en lucha pacífica por la libertad de su pueblo y de su esposo, Leopoldo López, encarcelado por no doblegarse ante el oprobio que vive su patria.

Él, un hombre consciente de que su dignidad no tiene precio y que forma parte de “los de abajo”, porque su oficio lo coloca al nivel de los zapatos de desconocidos.

A ella la conocí por la televisión, con López-Dóriga, Ciro y Carlos Zúñiga.

A él, a unos pasos de un tribunal, cuando me ofreció una “boleada” y le dije: Sí, pero rápido, porque tengo 5 minutos para llegar a una audiencia; a lo que sonriendo me respondió: “Pero, jefe, ¿y mi prestigio qué?”. Le aclaré que mi petición era de tiempo, no de calidad. Reímos, y por la breve plática supe que es feliz porque le da mucha importancia a cada par de zapatos que le llegan; porque “los más destartalados quedan relucientes para la fiesta”; porque al hacer su trabajo lo hace bien. Quedó agradecido por la paga y yo por el privilegio de conocerlo. Un adiós, una palmada y mi comentario: ¡Si todos fuéramos como tú, México sería diferente!

Se trata de una mujer y un hombre que nacieron en países distantes entre sí; dos seres que jamás se mirarán a la cara, pero que los hermana el torrente de dignidad que corre por sus venas.

Ella, conocida por asumir, pacíficamente, sin estridencias, con “FUERZA Y FE”, el indeclinable deber de luchar por sus ideales, soportando serena su dolor, que es el de su esposo, sus dos pequeños hijos y su patria.

Él, sin acceso a pantallas, escuelas ni universidades, pero que cuida celosamente SU PRESTIGIO en el digno trabajo de limpiar zapatos; por eso es feliz, por eso es ejemplo de vida, como lo es ella.

No los veremos, jamás, saqueando comercios, incendiando ni cubriéndose el rostro con una capucha, porque no son delincuentes ni cobardes. Tampoco los hallaremos disfrutando, en la cúspide del poder, el producto de otro tipo de saqueo, mayor y más sucio: el de algunos “de arriba”.

Escuchamos en pláticas, conferencias y medios masivos que los criminales —incluidos los maestros que cobran por delinquir, y los vándalos— son unos cuantos frente a más de 120 millones que constituyen “el pueblo bueno”. Ciertamente, somos más los pacíficos, pero ¿no nos dicen algo los datos oficiales, de más de 20 millones de delitos anuales, quedando casi la totalidad impunes? ¿Se puede entender esto, sin reconocer la descomposición social que tenemos? ¿Será mayor la culpa de “unos cuantos” que la de quienes los encubren y, en ocasiones, protegen? ¿El encubrimiento no es un crimen mayor que el crimen mismo? ¿Bastará el dolor que sentimos por lo perdido y el temor por lo que podemos perder? Muchos esfuerzos que sociedad y gobierno realizan están bien dirigidos, pero disculpe mi insistencia: no habrá solución sin educación ni cultura; escuche al gran escritor español Arturo Pérez Reverte cuando urge la llegada de El Quijote, de hace siglos, a las almas de los jóvenes de nuestro tiempo.

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