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El petróleo es de todos los mexicanos, ¿verdad? Digo, eso nos lo han repetido machaconamente nuestros gobernantes, de todas las proveniencias y colores, de tal manera que ahora no podemos siquiera imaginar que un codicioso inversor venido de fuera pudiera gastarse su plata, digamos, en la construcción de una refinería para que las gasolinas que le ponemos a los coches las produzcamos aquí en vez de que el oro negro, tan "nuestro", tenga que ser procesado en Texas. Y no es una cuestión económica ni de números o provechos. Es un asunto de soberanía nacional y ahí sí, por favor, ni te metas.

Uno pensaría que un país que no tiene la capacidad de refinar sus propios combustibles no es precisamente la más soberana de las naciones pero, en fin, hay muchas maneras de ver las cosas.

Ahora bien, uno podría, de la misma manera, inferir que en estas comarcas de acendrado nacionalismo y ancestral estatismo, lo público es lo público y lo privado es lo privado, es decir, que hay una clarísima separación entre una cosa y la otra y que las leyes establecen de manera terminante los límites para que los individuos emprendedores y los capitalistas lo tengan todo muy claro y no quieran expoliar a su antojo los "recursos estratégicos" que solo puede administrar el Estado mexicano.

Pero, miren ustedes, hemos visto, en tiempos recientes, manifestaciones, movilizaciones y protestas de grupos que --pretendiendo representar los intereses colectivos de la clase trabajadora e invocando, justamente, los principios y los dogmas que han dado sustento a la estructura corporativista del sistema político mexicano-- reclaman, a estas alturas, la preservación de canonjías y privilegios que nada tienen que ver con lo público.

¿Se puede, por ejemplo, imaginar apropiación más escandalosa del patrimonio común que la facultad de heredar una plaza de la administración pública --es decir, un cargo que pertenece al Estado, o sea, que está solventado con los impuestos de todos los ciudadanos-- a un familiar directo? ¿No es verdaderamente inaudito que las plazas de maestros se vendan?

¿No es una desvergüenza, también, que ciertos puestos en las empresas paraestatales estén reservados, a perpetuidad, a burócratas que pueden repartirlos y usufructuarlos a su antojo gracias a su militancia en los sindicatos? ¿No debieran, esos cargos públicos, estar abiertos por concurso a cualquier ciudadano?

 

No somos, luego entonces, una sociedad que defiende los intereses de las mayorías sino, por el contrario, vivimos en un sistema que promueve soterradamente los privilegios de ciertos grupos en abierto detrimento del bien común. O sea, un sistema... privatizador.

Y, por si fuera poco, esos cuerpos --de enseñantes, de trabajadores, de empleados públicos y, también, de estudiantes que todavía no ingresan a la burocracia estatal, pero que reclaman, desde ya, cuotas, cargos, prerrogativas, dispensas y exenciones-- pueden desafiar panchamente la legalidad siempre y cuando pretexten que sus protestas tienen un componente social: bloquean así carreteras, desmadran el comercio en las ciudades, espantan al turismo, golpean y hieren a los integrantes de las fuerzas del orden, incendian gasolineras y queman vivos a trabajadores perfectamente inocentes, se apropian de autobuses y coches de particulares (y luego también los queman) y realizan actos sediciosos sin que las autoridades respondan con la fuerza legítima del Estado y sin que sea entablada ninguna posterior acción judicial en su contra.

Estamos hablando aquí de un uso de la violencia absolutamente inadmisible en una sociedad civilizada pero, por lo que parece, es todavía más grande la cobardía de nuestras autoridades que su interés por garantizar el orden público y la seguridad de los otros ciudadanos. Y, más allá de esta desalentadora realidad, lo que queda en evidencia es el doble discurso de un sistema que dice salvaguardar el "patrimonio" de todos los mexicanos, ese petróleo "nuestro" tan traído y tan llevado, pero que en la práctica admite los más inmorales niveles de privatización aunque seamos los ciudadanos, colectivamente, quienes terminemos por pagar las consecuencias. Los mexicanos somos, así, rehenes perpetuos de las minorías y carne de cañón de unos grupos corporativos que el gobierno, extrañamente, no se atreve a afrontar aunque el costo para la nación entera sea colosal.

Un país de "maestros" ausentistas que no enseñan, de estudiantes comodones que no estudian, de burócratas que no trabajan, de operarios que no compiten y de grupos que se reparten abusivamente el pastel es un país que nunca alcanzará una verdadera prosperidad. Salvo en el caso del SME, Felipe Calderón no tomó la decisión de terminar con este verdadero cáncer social. Peña Nieto, cuyo espíritu modernizador parece genuino, ¿será el presidente que acabará con el corporativismo y las políticas clientelares? Ya lo veremos...

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