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Ayer, mientras le daba clic al botón de enviar a esta columna que ahora lees, estaba preparándome para salir de casa y hacer un trámite meramente burocrático.

El trámite implica llevar impresos, cuatro juegos en hojas tamaño carta de un cuento inédito y de preferencia lo suficientemente bueno como para no causar vergüenza ni burla del jurado calificador.

Es un trámite frío y anticlimático, el de inscribirte a los concursos literarios. Entiendo que no soy quién para calificarlos así, pero ya he participado en suficientes como para saber cómo funcionan las cosas. Uno entrega su paquete cerrado. Cargado de ilusiones y al mismo tiempo, ciego e ignorante de que tan bien o mal fundadas puedan estar en realidad. Te sellan de recibido y listo. No queda más que esperar. Serán semanas de buscar maneras de no obsesionarse por algún acento mal colocado o una coma de más. Mientras tanto el cuento queda atrapado en el limbo literario en espera de ser leído y encontrar finalmente su destino.

El que escribe espera. Espera a ciegas, porque pocas labores son tan solitarias como la escritura. Escribir significa muchas veces hilar ideas sin saber exactamente a donde se dirigen. Es un descubrimiento permanente. Descubrimientos en su mayoría inservibles, que terminarán inevitablemente en la papelera —física o virtual—.

Escribir es como cavar, mientras más profundo caves más riesgo hay de caer hondo, ahí donde las cosas dejan de ser evidentes y solo descubrirás que tanto la cagaste al tocar fondo. El inconfundible oloa podrido de un texto fallido solo se percibe desde adentro. Sin embargo, es el riesgo que estamos dispuestos a correr, aun sabiendo que las probabilidades están siempre en contra, porque ahí mismo, justo en las profundidades de esa búsqueda se encuentra el tesoro añorado de un texto bien logrado.

Ya lo he dicho antes y lo repito ahora, no me cuelgo la medallita de escritor, no me siento tal y sin embargo escribo. Asumo entonces las consecuencias del sustantivo. Soy de esa clase de monstruo que disfruta de juzgarse con rudeza y al mismo tiempo no sabe desprenderse del infundado optimismo que le provoca terminar de escribir una nueva historia.

La realidad es esta: no sé absolutamente nada. Soy pésimo juez para calificar lo que escribo. Hace mucho entendí además que recurrir a la tribu cercana en busca de opiniones sinceras es un ejercicio absurdo y con más riesgos que beneficios. He descubierto que existe un punto en el que ni la novia más dedicada está dispuesta a seguir leyendo cada nuevo texto con la misma emoción que te puede dar a ti escribirlo.

Seguramente habrá los consumados escritores a los que ningún sustantivo los espanta dueños de un bien desarrollado sentido de la realidad que les permite manejar con soltura la autocrítica en una mano y la confianza en la otra. No es mi caso.

Finalmente, si la inscripción a estos concursos no fuera lo suficientemente fría, el desenlace es el equivalente a un iceberg flotando en medio del Ártico. Serán leídas cientos de historias y cientos de autores nunca sabremos si nuestro texto provocó aplausos o, más bien, carcajadas. Ahora me toca esperar pacientemente varias semanas, hasta que pueda leer en algún sitio el nombre del ganador o ganadora. Leerle y felicitarle, para luego emprender una nueva batalla. Enfrentarme a la hoja en blanco persiguiendo —a ciegas— una nueva historia que contar. 

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