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Todos queremos ser felices. Esta parecería ser la meta ultima de todo ser humano y parece ser un gran fin, la mejor meta, y rápidamente asociamos esta felicidad con el éxito y la abundancia.

Parecería que no hay nada negativo en este deseo, millones de freses aparecen constantemente en nuestras redes sociales, el pizarrón de nuestra oficina, la puerta del refrigerador y en todas ellas se afirma que puedes conseguir todo lo que te propongas, que si tú sonríes la vida te devolverá la sonrisa, que cosecharás todo lo que siembras, así que debes sembrar felicidad, sonríe, sonríe, sonríe. Hasta nuestro presidente cuando quiere justificar su eficiencia dice que somos un pueblo feliz, feliz, feliz.

Todos queremos ver lo bueno de la vida, las frases positivas nos sirven para levantar el ánimo y mantener la actitud, pero en ocasiones se convierten en el propio verdugo de una felicidad obligatoria. La vida no puede reducirse a una corriente ideológica, a pensar “pide y se te dará”, la inundación de frases con buen rollo, indicaciones para una felicidad perpetua y libros con métodos infalibles para la felicidad inhiben a las verdaderas emociones a aparecer. Las emociones no son solo positivas o negativas, en realidad solo son eso, emociones que uno no puede evitar.

Todas las emociones nos son útiles, ya que nos dan información sobre nuestro ser si aprendemos a observarlas y a identificarlas. Las emociones nos decodifican al mundo y a las personas que nos rodean y nos permiten conocernos a nosotros mismos a través de su exploración. Las emociones son nuestras reacciones primitivas a todo lo que nos sucede, evitarlas neuróticamente, pensando que son negativas, es como el ama de casa que esconde la basura bajo la alfombra, en realidad no sirve de nada porque tarde o temprano quedarán expuestas. Esconder las emociones no las oculta, más bien las perpetúa, ya que quedan encerradas y no procesadas.

Cada emoción tiene un porqué, una razón; por ejemplo, el miedo nos ayuda a identificar el peligro; la alegría nos ayuda a ver qué actividades nos producen placer y nos lleva a repetirlas; la ira nos lleva a luchar contra la injusticia; la tristeza nos empuja a buscar ayuda o compañía; la envidia nos da aspiraciones para nosotros mismos. No hay nada vergonzoso en ninguna de ellas, todas son humanas y todas existen.

Querer que nuestra vida no tenga nada negativo es imposible, pero el deseo de hacerlo es lo que nos empuja a querer controlar cada aspecto de nuestra vida y cada uno de nuestros sentimientos. Claro que lo deseable es el optimismo, pero querer solo sentimientos positivos es la construcción de una fantasía. La incertidumbre nos rodea, no podemos controlarlo todo, y la indicación de salud mental está en nuestra capacidad de adaptarnos al cambio, en nuestra resiliencia.

En 1943, Maslow creó una pirámide que explicaba cómo las necesidades humanas iban satisfaciéndose en orden: primero las más básicas como las fisiológicas, luego las de seguridad, afiliación, reconocimiento y autorrealización, en ese orden. El exceso de entusiasmo motivacional, así como la exigencia de felicidad y autorrealización está invirtiendo esta pirámide y haciendo que la felicidad se convierta en un producto enlatado al alcance de cualquiera, una felicidad estandarizada que se persigue, mas nunca se logra, ya que queremos llegar a ella antes de satisfacer las necesidades básicas, así que vamos por la vida con una sonrisa pintada, pero llenos de incertidumbre y dolor no expresado.

La definición de felicidad varía de persona en persona y debemos de conocer nuestras necesidades y lo que nos satisface a cada uno de nosotros. Hay una industria del buen rollo que nos quiere llevar a comprar productos, guías o experiencias que deben producir felicidad, pero que no siempre lo hacen. Se nos invita a sonreír constantemente sin hablarnos primero de la generosidad, de la empatía, de la cooperación, sin enseñarnos a comunicarnos mejor y a ser más empáticos.

Debemos de reclamar nuestro derecho a nuestras emociones en lugar de buscar respuestas rápidas y generales. Salir de nuestra zona de confort y dedicarnos al autoconocimiento y a la autonomía. En fin, cambiar la estética de una sonrisa impuesta a la ética de una felicidad interior verdadera que vendrá de aceptar nuestros sentimientos reales y los de los demás.

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