En el barrio de Santiago
El poder de la pluma
Es casi glorioso despertar con el rumor de los loros que emigraron de algún monte para quedarse a vivir en el barrio de Santiago, seguidos de diferentes aves que aletean entre los árboles que, en esta temporada de lluvias e intenso calor, llegan a sentirse como las mismas pausas que obsequia el viento. Hay arboledas en los patios que pueden considerarse las huellas vegetales de este suburbio, solares tupidos de ramones, mangos, tamarindos, mameyes, palmares y las solemnes ceibas, cuyos cuidados, a cargo de los vecinos, les han permitido sobrevivir y refrescarse sin regateo, ante el exceso del asfalto y las aceras de cemento mal atendidas.
Pero si los vecinos de Santiago parecen negarse a liquidar su entorno ambiental, sus quehaceres relacionados con tradiciones que pueden observarse a través de los gremios religiosos que recorren sus calles reventando voladores, durante los días que antaño suscribía la popular feria de este barrio, del 28 de julio al 6 de agosto, el patrimonio se ha visto severamente degradado debido al avasallador crecimiento urbano. El mercado, agitado y vivaz al amanecer, alma antigua de este barrio, junto con la iglesia y el parque, decae después de vivir sus mejores épocas hace apenas quince o veinte años, más o menos. Los antiguos tablajeros apellidados Molina o Monje, por mencionar algunos con los que traté, abandonaron sus mesas de azulejos en plena quiebra, y quienes intentan reanimar la venta de carnes, aves y demás marchantes se enfrentan a la competencia desleal de los supermercados que con sus baratijas atraen a los clientes que desde temprano recorren el rumbo, sabucán en mano, en busca de alguna oferta asequible a su bolsillo.
Tratando de compensar estos contrastes, al despertar corté la cáscara de un mamey de Santo Domingo, refinado y apetitoso como pocos, y de un mordisco derroché la alegría de haber cuidado todo el año los árboles de mi solar, para no depender sino de mi gusto por la fruticultura. De todas maneras, el tema principal no parece residir en los árboles vigilados por los vecinos de Santiago, que suministran fresco a gran parte de la ciudad, sino entre estas tupidas arboledas de inspiración familiar y la falta de interés del Ayuntamiento por preservar uno de los rincones más acogedores de Mérida. Alguien que deseaba abrir un centro cultural en este barrio explicó que es más fácil obtener permisos para fundar una cantina que concluir la restauración de una antigua casona para los nobles fines del arte. Entre tanto, un pujante mercado de bienes raíces atrae a los extranjeros retirados que van restaurando casas realmente bellas, frente a la ausencia de una política de conservación destinada a los yucatecos.
En cuanto a mí, mirando tal desidia municipal, no me resta más que despertar con el rumor de los loros que emigraron a Santiago y escribir estas líneas que acaso llamen la atención de algún organismo o persona que tome cartas en el asunto.