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Las profetisas fueron muy importantes en la vida de los pueblos antiguos. Fueron consultadas por los reyes y guerreros; se dice que vivían en grutas o cerca de corrientes de agua. Una de las más famosas fue Sibila, quien nació y vivió de la ciudad de Cumas, de la cual María García Esperón y Aurelio González publicaron su origen mítico.

Cierta vez el dios Apolo vio a una bella joven paseando por una playa de Italia, cerca de Cumas, que entonces era una colonia griega. Le pareció tan hermosa que, de inmediato, le preguntó si se casaba con él y ofreció darle el don de la profecía. Ella rápidamente se percató que se trataba del Apolo. Éste, en cambio, tuvo que preguntarle su nombre y procedencia. Sibila le dijo quién era y haber nacido en la citada Cumas.

Apolo insistió en desposarla y ella le agradeció el honor de la propuesta, pero le recordó que los matrimonios entre dioses y mortales fueron desaventurados para estos últimos. En cambio, los dioses no corrían riesgos, pues siempre han sido eternos. Ante la insistencia de Apolo, Sibila puso una condición, además del don de la profecía. Tomó un puñado de arena y le dijo que quería vivir un número de años igual al número de granos de arena que había tomado. Apolo le dijo que eran 999 granos y sí los concedía. Entonces, el dios puso sus manos sobre la cabeza de Sibila y en ese momento ella tuvo el don de la profecía y una vida que duraría casi mil años.

Apolo le dijo que él ya había cumplido con el pacto y que ahora ella debía hacer lo correspondiente. Sibila realmente no quería casarse con Apolo ni con nadie más y, dado que ya tenía los dos importantes dones, se sintió más astuta que el dios y echó a correr de nuevo. Mientras se alejaba le dijo que no deseaba entregarse a él, pero que le agradecía el don de la profecía y la casi inmortalidad.

Apolo se enojó mucho, pero no quiso obligarla a cumplir su palabra. Sin embargo, el engaño de Sibila debería tener un castigo. Así que la alcanzó y le dijo que se le había olvidado pedir algo más. Ella, intrigada, le preguntó que le faltó pedir. Él le contestó que olvidó solicitar que le concediera la eterna juventud. Agregó que habría de envejecer como les sucede a los humanos. Después de los primeros cien años, se iría deteriorando poco a poco y llegaría el momento que solo desearía la muerte.

Setecientos años después, en la época del Imperio Romano, en una jaula suspendida del techo de la gruta de Cumas, vivía la anciana Sibila. Su cuerpo se había reducido de manera extraordinaria pero seguía dando sus profecías. Cuando alguien le preguntaba si quería algo, ella contestaba: “Quiero morir”.

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