De mi madre y sus memorias
El poder de la pluma
Ahora que mi madre se ha vuelto mayor, miramos de soslayo sus desatinos, su facilidad para el llanto o sus chantajes maternos que se extienden a los nietos, nos miramos con complicidad y decimos bajito: “Puro llorar hace”. No importa si es una novela, un pájaro en la ventana o uno de sus nietos cantando: mi mamá llora por todo. Ayer hablaba con ella y le comenté que, rumbo a Valladolid, vimos un accidente en carretera. Se puso algo triste y me contó que estaba por dar a luz a su primer hijo cuando vio un accidente parecido. En ese tiempo ella vivía en Sisal con mi papá y mi abuela paterna. Mi papá la golpeó y para “castigarlo” viajó a Mérida para quedarse unos días en casa de mi otra abuela, le iba a hacer creer a mi papá que lo abandonaba y que ni siquiera lo iba a dejar conocer al niño: “Yo pensé que estando embarazada ya no me iba a pegar, pero le valió madre y me golpeó muy feo”.
Venía rumbo a Mérida cuando un camión que iba más adelante se volteó. El camión donde ella viajaba se detuvo y fueron metiendo a los heridos al pasillo, ella se puso nerviosa porque había un joven de 12 años que se estaba muriendo en el piso del camión, gritaba, se convulsionaba, sangraba. Ella intentó salir, tropezó con los cuerpos y prefirió volverse a sentar. Cuando llegó a Mérida y fue a ver a mi abuela, ésta le pidió que se sentara, llamaron al doctor, la ropa de mi madre estaba llena de sangre -ella pensaba que era de los heridos-. “Era yo muy chamaca, tenía 15 años”.
El doctor la revisó, el bebé estaba muerto... le faltaban dos semanas para nacer. Le sacaron al niño: “Era blanco, blanco, pero se le veían unos moretones en el cuerpo, no sé si por los golpes que me dio tu papá o por el susto que me llevé. Esa fue la única vez que vi llorar a tu abuela paterna, porque esa mujer era muy dura. Ya ves, yo quise castigar a tu papá viajando a Mérida, y solo me castigué a mi misma al ver el accidente”. Dijo su relato desde lo más hondo de su memoria, yo escondí mis lágrimas -aún ahora cuando escribo las escondo-. Pienso: ¿cómo puede contar eso sin llorar? No lo sé... las mujeres de antes eran fortalezas, corazones de oro y espíritus inquebrantables.
Ante esta ausencia de lágrimas por su pasado, entiendo un poco a mi mamá. Sus lágrimas del presente, sus nuevas lágrimas de vieja, por las tonterías del día a día, son bienvenidas por todas aquellas que nunca lloró por las atrocidades del pasado. A las mujeres de hoy que duermen con un golpeador, que esperan que deje de golpearlas por alguna mágica o sensible razón, solo puedo decirles que protejan su vida y la de sus hijos, que son fortalezas, y su espíritu es inquebrantable, pero profundamente vulnerable a la violencia que se extiende a otras generaciones, y hoy me hace extrañar al hermano que quizá me hubiera acompañado en más de un viaje por la vida. Algo no heredé de mi madre... nunca aprendí a no llorar por las cosas que me duelen; en pasado o en presente.