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Los libros de la biblioteca del Seminario eran los únicos con los que contaba el joven Pablo Moreno Triay para documentarse y ante la rígida censura y las expresiones de sus anticuados maestros por hacerle someter a que dichos textos eran dogmas que cual intactos credos había de seguir, lo que se logró entonces fue el linaje intelectual de tan notable personaje. Los superiores deciden nombrarlo profesor de Filosofía el 20 de abril de 1802. Las enseñanzas del lúcido filósofo pronto hallaron nuevos seguidores: Lorenzo de Zavala, Andrés Quintana Roo, José María Cicero fueron los más notables adeptos de aquel brillante maestro que mucho influyó en ellos para lograr entereza y templanza en el carácter de aquellos sus discípulos. Zavala, de los más avanzados pensadores, escribió que Pablo Moreno fue quien se atrevió a introducir la duda sobre aquellas doctrinas ampliamente respetadas por el fanatismo y que a beneficio de sus esfuerzos pudo sobreponerse a todos los contemporáneos, atrayéndolos con la filosofía luminosa, aquella que prescindía de las “verdades útiles” y que logró tiempo después progresivos cambios entre intelectuales de la Nueva España.

Don Pablo Moreno criticó abiertamente las doctrinas del fanatismo y se condujo en enseñar los principios de la filosofía luminosa dejando escuchar sus ideas y principios, lo cual le costó buscarse dificultades serias con los maestros del Seminario por aquellos pensamientos adelantados de su saber.

Es preciso citar los peligros a los que se expuso al hablar de libertades en tiempos en que la conciencia estaba esclavizada, en que el magister dixit era indiscutible dogma y en que cualquier destello de luz era sumido a la más oscura de las tinieblas. Aquí yace el valor y la grandeza de nuestro Voltaire yucateco, quien se anticipó sin aspavientos a los tiempos modernos.

Así se explica que miembros del Seminario y las altas autoridades eclesiásticas ocuparan lugar en la palestra para combatirlo y humillarlo. Llega entonces al obispado de Yucatán y don Pedro Agustín Estévez y Ugarte, quien, con nuevos aires de tolerancia y sin dar importancia a las enseñanzas del joven vallisoletano, pide que no se le molestara más, causando esto cierta indignación a sus adversarios, quienes no se dieron por vencidos y esperaron una oportunidad para arrojarse sobre su enemigo. Avizorando esto, don Pablo anuncia que aquel intrépido discípulo, don Lorenzo de Zavala, defendería públicamente los principios del nuevo credo filosófico.

El padre Onofre, a quien los eclesiásticos tenían como un hombre de excepcional talento, sería el replicante; cuando la polémica comenzó, la capilla del Seminario estaba llena de distinguida concurrencia: el obispo Estévez y Ugarte, don Benito Pérez Valdelomar, capitán general de la Península; curas, frailes, franciscanos y numeroso público de simpatizadores y enemigos de la filosofía que predicaba don Pablo.

(*) Cronista de Valladolid

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