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A través de la historia incontables seres humanos han sufrido el embate de los poderosos; desde las primeras épocas de la humanidad en no pocas ocasiones el hombre ha sido el lobo del hombre. Milenios han tenido que transcurrir para que logremos en estos días un relativo alivio a este azote de la humanidad. Aunque la defensa de los derechos humanos se ha dado desde lejanos tiempos, históricamente la preservación moderna de esas prerrogativas de la persona tiene sus orígenes en la revolución francesa, un proceso que viene a recoger algunos de sus primeros frutos universales en una fecha tan reciente como 1948, cuando se promulga la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

En los artículos de la declaración se encuentran aquellos derechos que se consideran requisitos mínimos para podernos llamar realmente humanos. Entre estos muy esenciales derechos, el artículo 19, consagrado a la libertad de expresión, cita textualmente que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones”; contiguo se encuentra el artículo 20, que en su inciso 1 señala que “toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de asociación pacíficas”. Así vemos resumido en estas líneas el derecho de todo ser humano a la libertad de expresión y manifestación pacífica de sus ideas, algo que a la humanidad le ha llevado siglos poder concluir y hacer el intento de llevar a la realidad.

El sano deseo de expresar nuestras ideas nos ha llevado a algunos extremos que son del todo cuestionables, innumerables grupos de muy diverso color intentan justificar y hacer pasar como parte del derecho a la expresión, vemos así que en nuestros días se pretende considerar parte de la libre expresión de las ideas el dañar vidrieras de establecimientos comerciales o incluso incendiarlos, atentar contra los diversos medios de transporte, realizar pintas en monumentos históricos, iglesias, edificios de gobierno y en general atentar contra la propiedad privada, siempre con el raquítico argumento de que el daño causado por aquéllos contra lo que se protesta es mucho mayor que algunos edificios rayados o unas cuantas vidrieras rotas.

En algún momento de estos años hemos extraviado el camino y acabamos equiparando la libertad de expresión con el vandalismo. Tratar de justificar como parte de la libertad de expresión el daño a particulares o el atentado contra los bienes de la comunidad es pervertir el legítimo derecho a la expresión de las ideas, cosa que, si bien los derechos humanos consagran como inalienables, también los enmarcan como pacíficos. Nadie debe olvidar que la libertad de expresión violenta no existe, no es un derecho humano.

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