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Hace ya algunos años llegué a la conclusión de que el perdón es un acto de legítima defensa, ya que es la manera en la que podemos asegurarnos la posibilidad de un mejor futuro, continuar con la certeza de que, venga lo que venga en la vida, todo será mejor, siempre que estemos libres de vivir sin el pesado fardo del dolor recibido por una afrenta o traición. Verdaderamente cuando perdonamos estamos haciendo un bien por lo menos a dos personas, a quien perdonamos y a nosotros mismos.

Nadie puede decir que perdonar sea fácil, definitivamente no lo es; cuando depositamos nuestra confianza acabamos también depositando nuestro corazón en las manos de la persona en quien confiamos; éste es un riesgo que todo ser humano ha de correr, ya que todos estamos hechos para vivir en relación con los demás; pero esta dinámica tiene consecuencias, a más de uno de nosotros este proceso de confiar nos ha resultado muy caro y doloroso contribuir con amor y confianza a la vida del otro. Quien vive resguardando su corazón de cualquier peligro posible acaba condenándolo a la soledad, una soledad sin riesgo pero también sin vida, un corazón encerrado en sí mismo.

Teorizar acerca de la conveniencia de perdonar es muy fácil, difíciles son las horas de dolor con las que nuestra vida se ve regada, cuando las manos de quienes nos manifiestan amor son la que nos castigan con el látigo de la traición, la ofensa, la agresión, la desconfianza y mil retorcidos caminos más, por lo cuales alguien que debería traernos paz nos sume en el sufrimiento, cuando nuestra alma se arrastra por los días, meses o años de una existencia que no acaba de responderse una simple pregunta: ¿por qué?

Perdonar es de Dios, porque mucho de Él ha de haber en quien perdona, al comprender las miserias y limitaciones de quienes nos coronan con el dolor, de la misma manera en la que el crucificado pudo exclamar desde la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Quien perdona no lo hace sanando su dolor y curando sus heridas, lo hace elevándose por sobre su piel sangrante, construyendo por encima de su dolor una nueva posibilidad de paz, de encuentro y de amor; perdonar no es para pusilánimes, ni para débiles, tal como Nietzsche afirmaba; perdonar es para almas fuertes, poderosas, nobles, almas que deciden a pesar de todo no perderse en el dolor, extraviarse en la rabia, ni envenenarse con el rencor.

Perdonar es un acto de legítima defensa, en el que los seres humanos deciden tercamente que su destino es la felicidad, el encuentro y el amor compartido con otro ser humano a quien dan la oportunidad de que así sea, para su propio bien, el bien de ambos y el bien de todos.

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