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En el campo de las neurociencias se ha avanzado mucho y al día de hoy es posible afirmar que el afecto y las interacciones personales que se producen en la infancia le permiten a los pequeños aprender y desarrollarse, y que cuando hay carencia de afecto o se vive en constante estrés el desarrollo y el aprendizaje no se estimula.

Diversas voces se han pronunciado al respecto, como la psicoanalista Ana María Serrano, quién comenta que la interacción que se da entre el padre, la madre y el hijo instalan en el cerebro del niño un programa para la regulación de la salud y la conducta.

Se sabe que el bebé necesita ser estimulado para que su cerebro vaya madurando de manera evolutiva, el afecto de la madre, del padre, incluso el que puede prodigarle la nana que está a su cuidado no es trivial, es parte del proceso de aprendizaje. Mediante el afecto se regulan los procesos del pensamiento, del movimiento, del lenguaje, de la conducta, de la autorregulación conductual e incluso la salud.

¿Cómo se da esto? Pues bien, se ha demostrado que en una relación de afecto el pensamiento es coherente; que estar en movimiento o hacer deporte brinda mayor diversión cuando se hace en compañía de papá y mamá o hermanos; que el lenguaje se potencia no solo con las palabras sino también con la comunicación no verbal; que de la regulación afectuosa de los padres se va dando la autorregulación del individuo, y también que hay un efecto metabólico que incide en la salud del individuo cuando es criado con afecto y amor.

Otro especialista, el Dr. Alan Schoore, haciendo uso de las neurociencias midió lo que ocurre en el cerebro de mamá y papá en el proceso de intercambio de miradas con su bebé. ¿Qué descubrió? Que los cerebros se conectan como si tuvieran “bluetooth”, se generan hormonas que favorecen el aprendizaje, la concentración y el bienestar y se contrarresta el estrés.

Se puede decir de un niño que es “puro hemisferio derecho”, es decir, vive el momento, se conecta con el ritmo, siente la energía, capta el lenguaje no verbal y ello produce como consecuencia que su cerebro sea capaz de encenderse con el abrazo, pero también que se daña con el rechazo, el abandono y la negligencia.

El abuso de un menor en la primera infancia es nefasto para su desarrollo, el daño provoca violencia, un chico que ha crecido así, a menudo es incapaz de sentir algún remordimiento por acciones que lastimen al otro, crece incapacitado para sentir empatía. Y ello también abarca la etapa de gestación, el cuidado que se prodiga al bebé también es determinante para su desarrollo.

Estamos como familia frente a un gran reto, pues a pesar de conocer lo que la ciencia ha demostrado, la formación y educación de los hijos está en riesgo.

Muchos padres y madres están lejos de casa, la necesidad de sacar económicamente adelante el hogar ha dejado a muchos niños en manos de la tecnología sin supervisión y en constante interacción con aparatos y pantallas y no con personas, con el consecuente menoscabo del adecuado crecimiento característico en relaciones humanas, añadiendo también que ambos -padres e hijos- se encuentran bajo la presión del ambiente, el estrés, el trabajo y la vida misma, y sin duda no les querríamos filtrar nuestras emociones.

Hay que ponerles nombre a las emociones y los sentimientos, validarlos y ser empáticos, poner límites a la medida de los desafíos, favorecer que los hijos crezcan sin acelerar el paso, y para ello solo debemos respetar las reglas de la evolución del cerebro.

Si el afecto protege a las personas que amamos, fortalezcamos día a día este poderoso vínculo.

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