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Como muchas personas de mi generación, creo que la publicación de un libro es lo más cercano a estar despierto. El proceso de escribir una novela, un poema, un ensayo o un cuento tiene algo de sonambulismo, de imprevisto insomnio, de madrugada triste. Pero publicar es una tarea que te avienta fuera de las suposiciones del sueño hacia una suerte de realidad futura.

Como muchas personas de mi generación, yo también he pasado las noches buscando taciturnamente, entre hipervínculos digitales, alguna señal de vida, alguna convocatoria cenicienta o premio o congreso o como usted quiera llamarle.

Recuerdo con cariño que hubo un tiempo antes de la vida laboral, antes de las actividades académicas, cuando entre un grupo de amigos compartíamos el secreto de nuestras lecturas. Nunca desaprovechamos la oportunidad de leer nuestros textos en tertulias de café. Nos encontrábamos, consuetudinariamente, en la mayoría de los pocos talleres de creación literaria de la ciudad, las mismas caras de siempre, los mismos deseos de hacer decorosamente un buen cuento, las mismas ambiciones de vencer al anonimato.

Parece nada, pero han pasado casi diez años desde que tuvieran lugar estas memorias. Ahora compruebo con alegría la aparición de nuevas propuestas, nuevas antologías, nuevos concursos y mejor aún nuevas publicaciones.

Tal es el caso de Montejo Boulevard, una compilación de cuentos editado por La Comuna Girondo.

A Daniel Sibaja, autor del libro, lo conocí hace un par de años cuando, cansados de una jornada de planeación debido a una actividad literaria, gastamos la tertulia hablando de nuestros cuentos favoritos. En aquel entonces Daniel había ganado un concurso y me platicó sobre un proyecto narrativo que, pese a su prematura génesis, tenía a mi parecer mucho sosiego.

Hoy tres de esos relatos se abrazan entre las treinta y cinco páginas de esta publicación, sin mayor amparo que la disposición científica del ritmo y la bien hechura de sus frases.

De manera resumida, los boulevares de los sueños rotos que se presentan en el libro no son otra cosa que la búsqueda desesperada de la palabra correcta, para asir, para nombrar a las costureras subatómicas de una congregación perdida en los años veintes. La palabra precisa e incisiva, capaz de hacer un corte transparente a la comunidad musical del trópico. La palabra furiosa, vuelta ensimisma, revolcada en la sintaxis de una marca de café soluble que todavía no alcanza las temperaturas Fahrenheit para hervir a gusto.

Será trabajo de los lectores difundir y reseñar estos cuentos; continuar con la tarea invencible de la lectura. Y preservar el ecosistema de los libros impresos.

Me cuesta trabajo imaginar a la Ray Bradbury un mundo en donde las óperas primas de los jóvenes escritores no puedan coexistir. Un mundo en el que las políticas públicas hagan de manera implícita un Estado de Sitio.

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