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A veces pienso que fue mi culpa, por permitir que estas alas, huesudas y estériles, crecieran tanto en tan poco tiempo. Ella siempre recriminó que pasara horas y horas acicalándome en el baño, que no estuviera en la mesa cuando nuestros hijos hacían tarea de la escuela, o que prefiriera las alturas en lugar de la casa. Decía que la vanidad me estaba absorbiendo, y que detrás de las plumas blancas que me vestían no había nada de pájaro, solo un denso y pegajoso ego.

El argumento que mantuve, más por inocencia que razón, es que era una cosa de genética de la que poco podemos entender. Después de un rato de pelea, al borde de la neurosis, subía los pies en el marco de la ventana y preparaba el vuelo.

Las palabras dichas al aire se difuminan, planean hasta aterrizar en la copa de algún árbol, se escurren entre las hojas dormidas y escogen un rincón oscuro para morir.

Yo volaba muy bien, volaba mejor que cualquier ave que hubiera visto en la televisión, ascendía con mayor sutileza que todos esos cohetes que van precipitados hacia lo desconocido. Los vecinos me observaban con envidia mientras alimentaban a sus perros o sacaban la basura. Las personas me apuntaban con un dedo, me fotografiaban. Si tenía suerte, el cielo se abría desnudo de nubes, desnudo de lluvia, en una autopista de viento larga y silenciosa.

Romper la noche con la cabeza, a falta de pico, era la mejor terapia que podía tomar.

En las alturas no había deudas a la compañía de teléfonos o de energía eléctrica, tampoco atravesaba por mi mente la claustrofóbica sensación que tenía todos los días en la maldita oficina, cubículo cuatro por cuatro, ni la preocupación porque el dinero se acabase.

Volar era gratis, pero limitado.

La ansiedad de no hallar a mi familia, de regreso al nido, acrecentó mi condición. Comencé a volar hacia el trabajo en las mañanas y al supermercado o a la cantina de Alfredo, a eso de las cinco.

“Estás perdiendo altura”, dijo un compañero un día que llegué hecho rapiña al trabajo. Tuve que mirarme al espejo para comprobar, con una agobiante negación, las ojeras que cubrían mi rostro, la expresión famélica de mis costillas y la exposición de vertebras al ras de piel, por la caída casi en su totalidad de mis plumas.

El pajarraco que soy en la actualidad, más carroña que carroñero, se mueve en autobús agotado por la vejez y el cansancio. Apenas come, casi no duerme, de milagro sueña. Y de ser así, sueña con una mujer y unos niños y un empleo digno y un cuerpo de hombre, sueña, en otras palabras, con la ilusión de la tierra firme.

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