Salpullido
El poder de la pluma
Todo comenzó con una rasquera en la mano. Luego llegaron los dedos a cumplir con la labor del ir y venir, desde la muñeca hasta las falanges, completando la ecuación del salpullido. Después la infección alcanzó un pie, más tarde el otro. Al cabo de unas horas ya se hablaba del torso y la espalda. Que si los glóbulos blancos fallaron, que si los antibióticos no coordinaron a tiempo. Y entonces se salió de control. De un antebrazo caluroso en la multitud del metro brincó hacia un hombro anciano que más tarde encontraría refugio en un abrazo de despedida. Fueron los encuentros de la saliva en la precisión de un beso; fue una penetración no lubricada y de alto riesgo que llegó a una inesperada fecundación, nueve meses más tarde, viajando hacia las luminosas ciudades asiáticas; fue el movimiento sorpresa de un diafragma cansado, la agitación paupérrima de los vasos sanguíneos y la posterior traducción de un estornudo que, guiado por el viento, terminó por aterrizar en una sala de maternidad en un hospital de especialidades en Melbourne, Australia. Nadie lo vio venir. Sortearon aduanas de terminales perdidas en la Patagonia. Cruzaron con la caravana de migrantes centroamericanos a través del río Bravo y fueron recibidos, en cuerpos sobrevivientes, por paisanos al otro lado de la frontera. Llegaron convertidos en horda, entre pantanosas camisas a cuadros y vestidos de terciopelo y sandalias erosionadas por el tiempo a las franquicias de supermercados de todo el trópico. Llegaron famélicos, arrastrándose, entre extraños sollozos, hacia los absurdos centros de salud. Llegaron en busca de un documento a favor de la eutanasia “porque sí. Porque no es humano morirse de una comezón en los rincones corporales todavía inexplorados”. Acabaron con los suministros de alimentos y terminaron por detenerse en el cobre de las monedas latinoamericanas que, avanzado el problema, terminarían por perder la dignidad. El mundo se contagió de misterio. De la cara de los ministros y presidentes se caían los discursos, inexplicables, acompañados de retazos de lengua. Los niños de todo el mundo nacieron sin manos para rascarse y en la soledad de una ceguera que no pudo ser diagnosticada. Las calles fueron las trincheras, los estornudos las armas. La comezón se convirtió en un estado de ánimo, la salud era una hipótesis. “Muerte y destrucción”, confirmó un medio, en el encabezado espectacular de año nuevo. Entonces los automóviles de la Ciudad de México se detuvieron a falta de conductores en las avenidas. Los aviones, oxidados, perecieron en el olvido. Un celular vibró en el rincón de un callejón oscuro. Una mano con rasquera intentó contestar y luego ya no hubo comunicación.