|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Cuando los leprosos duermen, sedados por la química de sus conciencias, dejan de respirar. En lugar de soñar hacen metástasis. Y la habitación se ve invadida por el ejército mexicano, que, a esas alturas, ha comenzado con sus cateos de rutina. Buscan entre los escombros del edificio a las víctimas de un ataque terrorista. Buscan entre los escombros a sus madres perdidas en el desierto. Buscan entre los escombros, a falta de leprosos despiertos, conejillos de indias, cortinas de humo, alfombras de pasto, automóviles vivientes, estudiantes furiosos, presidentes cibernéticos, niños, perros, gatos, sustantivos, argumentos. Se les ve fatigados. Se les ve suicidas. Pero continúan con su tarea, porque la noche es joven y el país está en llamas.

***

Somos hombres mediocres. Dejamos que la fruta del cesto se pudra sin dar bocado. Cuando llega el momento de untarnos las medicinas, lloriqueamos por la falta de televisión y el ardor y la soledad. Aspiramos todos los días a que las pastillas nos devuelvan a nuestros viejos amores. Le decimos a la soledad, en secreto, que estamos hartos, que nos viene bien el miedo, que el Hezbollah. El capitán recoge del suelo las lágrimas de los leprosos más jóvenes. Las resguarda en frascos de mayonesa y después se dirige al centro para empeñarlas. Las lágrimas de leproso se cotizan a buen precio, sobre todo los días de profundo calor, cuando el trópico está que arde y el llanto nuestro parece una llovizna de octubre. Escuché que alguien regaba con ellas los jardines; escuché también que las lágrimas de leproso curan la lepra. Y antes de desmayarme por la deshidratación, oí decir al capitán que la lepra era un estado de ánimo.

***

Fue un ataque de ansiedad por el que decidí quitarme la piel. La extraje con el rizador de pestañas que olvidó Marina en el tocador antes de su partida. Según los tutoriales, lo correcto era comenzar por la parte inferior derecha, apretando con el aparato el pulgar del pie. Sin embargo, mi falta de destreza con las manos me obligó a iniciar por la cabeza. Fallé, pero con la frente en alto. Ahora tengo en la mesa del comedor unos jirones ridículos de piel morena; las cicatrices se revuelven entre los periódicos viejos y a los lunares se los llevó el viento. No me queda más remedio que aprender el arte de la costura y la confección o meterme de lleno a un espectáculo circense. Entender que ir por el mundo descarnado lo convierte a uno en presa fácil.

Lo más leído

skeleton





skeleton