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Hace unos días, uno de mis más queridos familiares –estudiante de secundaria para más señas- con quien conversaba sobre lo que se enseña en las escuelas y sobre mis peregrinas tesis en relación con la formación personal, me sorprendió con una frase: “La escuela es necesaria para conseguir un título profesional, pero no lo es si lo que quieres es formarte como persona”. O sea, entendí: “Los papeles son importantes pero no son lo más importante”.

Siempre he pensado que la escuela en ocasiones solo sirve para matar entusiasmos, sobre todo si te topas con profesores como algunos con quienes a lo largo de mis años de estudio me topé: engreídos, prepotentes, incapaces de admitir un razonamiento que fuera contrario a lo que ellos decían. Uno hubo que inclusive a varios de sus alumnos nos retó a golpes porque osamos contradecirlo, hasta que se topó con alguno que aceptó el reto y dejó mal parado al profesor.

También tuve algunos –desafortunadamente los menos- que iluminaron mi entendimiento con su sabiduría y sus lecciones de vida y que alimentaron mi entusiasmo por aprender y mi afán de investigar. Gracias a ellos he alcanzado un modesto pero enriquecedor éxito en mi trabajo como periodista. Esos maestros tenían como meros auxiliares los libros de texto. Uno, el de Filosofía, ni siquiera lo abrió durante todo el curso, enfrascado como estaba en generar polémica entre sus discípulos, a quienes retaba sobre diversos temas.

Caminar de la mano de esos maestros fue lo que me permitió mantener la fe en la escuela, claudicante ante actitudes asumidas por quienes no tenían la mínima gana de enseñar sino solo de dar su clase y salir corriendo del aula. La paga era su principal motivación y sus alumnos los paganos.

Pudiera contar muchas anécdotas de momentos chuscos que con toda la maldad del mundo hice pasar a varios de esos “profesores” y quizá algún día me anime a hacerlo, aunque algunos ya han traspuesto los umbrales de la vida y probablemente sea lo mejor dejar que descansen en paz… si es que pueden. Hoy, con motivo de la reciente celebración del Día del Maestro, quise traer a presente el recuerdo de aquellos que en verdad supieron hacer honor a ese nombre y señalar que es difícil alcanzar ese grado de perfección. Yo puedo decir que, con el auxilio de quienes me enseñaron a aprender, soy básicamente un autodidacta.

Aquel joven familiar con el que hablaba del tema, a quien le exponía estas ideas, me dijo que tampoco estaba muy convencido de la utilidad de asistir a la escuela a aprender cosas que solo servirían para después olvidarlas. Hablamos concretamente de los quebrados y me preguntaba en qué momento de la vida son de utilidad práctica. Lo mismo que la famosa regla de tres y otros divertimentos parecidos.

No supe qué responderle, porque pienso lo mismo, aunque no me pareció adecuado que siguiera mis poco ortodoxos pensamientos. Que él se forme sus propios tabúes.

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