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Hace muchos años, o menos, como 50, tantos que quizá uno de los protagonistas de este relato –el otro era yo- no lo recuerde, llegó a las puertas del Seminario Conciliar, donde entonces yo estudiaba, acompañado de dos muchachas, un flaquito de ojos verdes y sonrisa fácil que, cual testigo de Jehová, iba predicando la buena nueva de las jornadas de vida cristiana, un movimiento que en esos entonces prendió entre la juventud meridana y a muchos los convirtió en buenos cristianos (algunos aún persisten en esa conversión). Iban a invitar a los seminaristas a uno de esos eventos que en un fin de semana te golpeaban en la conciencia y te hacían reflexionar.

Por no se qué razones, me tocó atender a ese joven que era nada más y nada menos que Mario Herrera Flores –que, aunque usted no lo crea, alguna vez fue delgado- y a sus acompañantes. Me explicaron los motivos de su visita y me indicaron que estaba abierta la invitación. Fui uno de los que participaron en esas jornadas. Estuve, entre otros, con Xavier Abreu Sierra (también entonces flaco), Luis Hernán Bolio (+) y Víctor Espinosa y con una joven que me llamó mucho la atención por su belleza morena (no voy a decir su nombre, pero es pariente de Luis Silveira Cuevas). Fue no estoy seguro si en Sisal o Celestún, pero sí recuerdo mucho la vehemencia con que aquellos jóvenes hablaban de la necesidad de instaurar la fe en la vida cotidiana.

Pasaron muchos años –yo un tiempo más encerrado en esa casa de estudios sin casi salir ni a la puerta- y por lo poco que se llegaba a saber del mundo exterior, Mario Herrera dedicado al teatro regional. Luego que quedé fuera de la institución, comencé mi carrera en el periodismo el miércoles 8 de marzo de 1972. El trabajo era tan absorbente que poco tiempo quedaba para la diversión y el entretenimiento. Sin embargo, por afortunados azares (no azahares, doctor Herrera) de la vida, transcurridos otros muchos años hicimos una buena amistad, la cual, ¡bendita vida!, se prolongó en las personas de sus hijos Mario y Daniel (Dzereco y Nohoch) y de las bellas Thalía y Carolina. Hoy puedo decir que tenemos una relación de amistad fuerte y sólida (las lenguas viperinas no dejan de susurrar que tenemos hamacas juntas en el Celarain).

Por ese motivo, por el gran cariño que les tengo a ellos (Casares “de los pobres” por parte de doña Saidy, la señora dueña de vidas y haciendas en la casa que le hace creer a don Mario que él gobierna), me dio una gran alegría la noticia de que el patriarca del clan fue designado por el Cabildo, en forma unánime, para recibir la medalla instituida por el Ayuntamiento para honrar la memoria de don Héctor Herrera Álvarez, “Cholo Dzipiris Arrigunaga y Peón”. Le tocaba hace años, desde el primero en que se entregó, pero por motivos que todo el mundo sabe y que no vale la pena consignar aquí y empañar esa alegría, le había sido negada. ¡Felicitaciones doctor! Merece que le devuelva su VapoRub.

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