La revolución que no fue
El poder de la pluma
En la víspera de conmemorar 109 años del inicio del movimiento armado que hay quienes –sobre todo desde las épocas primeras del oficialismo priista- llaman Revolución Mexicana, vale la pena hacer un repaso, así sea somero, de los alcances de este movimiento armado, especialmente el papel que jugó en su gestación Francisco I. Madero, a quien se bautizó como el Apóstol de la Democracia para convertirlo en uno de los mitos del santoral laico mexicano.
Don Luis González y González, historiador michoacano que se especializó en estudios sobre el movimiento armado de 1910 y el presidencialismo, afirma que ese movimiento no llegó a convertirse en revolución y tampoco se extendió a todo el territorio nacional, sino que más bien tuvo su centro en los estados fronterizos del norte, de donde surgieron sus principales promotores y protagonistas, entre ellos el propio Madero, y no fue radical, condición determinante para que un movimiento pueda alcanzar el nombre de revolución.
Madero pretendía, más que un cambio de fondo en el estado de cosas imperante durante el porfirismo, que el dictador cumpliera lo que había dicho al periodista James Creeleman y que hubieran elecciones democráticas y libres y Porfirio Díaz dejara el poder.
No hay que olvidar que don Francisco provenía de una familia de la alta burguesía coahuilense, terrateniente y productora de vinos (la Casa Madero lleva ese nombre por la familia del político, cuyo abuelo, don Evaristo Madero, la compró el 12 de abril de 1893). De hecho, una de las causas del rompimiento de Madero con Emiliano Zapata –éste sí, un verdadero revolucionario- fue que el Caudillo del Sur exigía que se aplicara una de las cláusulas del Plan de San Luis que era el reparto de tierras, pero no solo las baldías, sino las que poseían en grandes extensiones los hacendados.
En este punto, la intransigencia de Zapata finalmente fue la causa de su muerte, ordenada por otro norteño, el llamado Varón de Cuatro Ciénagas, Venustiano Carranza, también burgués coahuilense (un gigantón de 1.98 metros de alto) que tampoco tenía demasiado interés en beneficiar a los campesinos y obreros y cuyo gran mérito fue derrocar al usurpador Victoriano Huerta de la Presidencia que ocupaba tras haber ordenado asesinar a Madero y Pino Suárez.
De modo entonces que, siguiendo la tesis de don Luis González y González, se puede afirmar que aquella revuelta que sumió al país en una espiral de violencia, sangre y luchas facciosas –con saldo de un millón de muertos- no fue una revolución, porque no puso fin a un régimen burgués y tiránico, sino que solo lo prolongó con algunos leves cambios.
Este movimiento, como se sabe, dio origen a un gobierno de partido único que duró 70 años (el del PRI y sus antecesores) y que sirvió para dar cauce a las contiendas entre facciones militares que se manifestaban en revueltas y asonadas y mantuvo lo que, andando los años, el peruano español Mario Vargas Llosa llamaría “la dictadura perfecta” .
Todo esto se ha escrito no con un malsano criterio iconoclasta, sino con la sana intención de que sepamos qué celebramos hoy. ¡Viva Zapata!