Mártir del asfalto
El poder de la pluma
Sé que voy a acabar mal, que estoy exponiendo mi vida o por lo menos mi integridad física y que puedo, si sigo, ser carne de autopsia o por lo menos pasar una buena temporada en el hospital con huesos rotos y laceraciones (no golpes contusos, que es pleonasmo, ¿verdad abogado Escalante?). Ya incluso me lo advirtieron: eso que haces es peligroso, un día de éstos te van a matar. Es una actividad temeraria y de alto riesgo. Alguien me dijo que a mi edad ya no estoy para eso.
A todos quienes se preocupan por mi salud y la integridad de mi esqueleto de verdad se los agradezco. Cuando estoy en el momento de ejecutar esa arriesgada maniobra y veo que el peligro se acerca inminente y veloz, a veces pienso que tienen razón, que no tengo por qué exponerme a esos riesgos y que, efectivamente, ya no estoy en edad de estar cometiendo esas imprudencias.
Ustedes se preguntarán de qué estoy hablando y por qué digo que sí es temerario hacer lo que casi todos los días hago. Aquí la explicación: cuando salgo a caminar por las mañanas –sobre la acera y en sentido contrario al flujo de vehículos (como disponen las normas)-, al llegar a las esquinas trato de cruzar por la zona peatonal (que existe aunque no tenga montículo ni pintura amarilla para señalarla), siempre le hago el ademán de que voy a pasar que ordena el reglamento de tránsito al guiador que se acerca (algunos a velocidad de rayo porque tienen que dejar a sus críos en la escuela o porque ya se les hizo tarde para llegar al trabajo).
Hasta ahora he logrado que se detengan y me dejen pasar, pero en ocasiones ha habido alguno que frena a centímetros de mi anatomía y me dedica una no muy educada mentada de madre (a la que, aunque muchos que me conocen no lo crean, respondo con una afable y tierna sonrisa mientras se me hace un nido en la garganta). Otros, también he de señalarlo, me agradecen que les haga ver que el peatón tiene preferencia y con un ademán se disculpan y me dajan pasar. Uno hubo que inclusive bajó el cristal de su ventanilla y me felicitó.
En todos esos momentos de que les hablo –varios ocurridos a las puertas de una escuela donde los padres y sus hijos que no van en auto hacen circo, maroma y teatro para alcanzar la otra acera- no he visto ningún policía. Bueno, ningún policía he visto que se ocupe de hacer el señalamiento a los guiadores de que deben dejar pasar al peatón. En el centro, por ejemplo, los agentes se dan vuelo con el pito en la boca manejando oleadas de vehículos y ni siquiera viran a ver al viandante.
Si alguna vez lee usted en la nota roja del periódico que –como suelen poner los reporteros- un hombre de la tercera edad fue atropellado y enviado al hospital, le ruego eleve una oración por mi descanso eterno o por mi pronta recuperación. Y que los jefes de los hombres del pito alguna vez les digan que los viandantes tenemos paso siempre. ¿Seré un mártir del asfalto?