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Después de 40 años en los que “Suspiria” (Dario Argento, 1977) se mantuvo como un filme de culto emanado del cinema giallo italiano, en 2018, Luca Guadagnino se atrevió a retomar esta historia de horror para hacer un remake que más bien es una reinterpretación de la original. De entrada, mientras que la primera estaba circunscrita al cine de horror con elementos gore, la más reciente está orientada hacia el thriller psicológico.

El personaje de Susie Bannon (Dakota Johnson) regresa al mismo año, pero esta vez en el marco sociohistórico del Berlín de la Guerra Fría. Su sueño es ingresar a la academia Markos, incitada por su fanatismo hacia Madame Blanc (Tilda Swinton), virtuosa ex bailarina ahora convertida en maestra. Todo lo anterior en el marco de extrañas desapariciones y hechos violentos sucedidos en el interior de la escuela.

Ahí donde Argento utilizó colores primarios en su paleta de colores, Guadagnino apuesta por una iluminación opaca con grises y claroscuros que contribuyen a crear una atmósfera ominosa, reforzada por el hecho de que aquí desde el principio se establece que los hechos tienen un origen sobrenatural provocado por un cónclave de brujas (en la anterior, esta información se va dosificando hacia el desenlace).

Desde un inicio, el Dr. Josef Klemperer (interpretado también por una Swinton bien caracterizada) sirve como catalizador para que la historia avance, introduciendo conexiones un tanto gratuitas (el pasado esotérico que dio origen al nazismo) a partir del diario dejado por Patricia, una alumna extraviada (Chlöe Grace Moretz). A la postre, estas digresiones históricas no contribuyen a la trama, sino que fungen como distractores que prolongan innecesariamente la película que tiene una duración de 152 minutos.

Sin embargo, la aportación de Guadagnino subsana las flaquezas de la obra seminal en cuanto a guion y argumento, ya que profundiza en la construcción de los personajes, en especial, de la protagonista, una norteamericana originaria de Ohio que ha experimentado la pérdida de su madre y una crianza reprimida dentro de una comuna amish. Esto es importante, dado que el filme tiene una carga donde la sublimación sexual poco a poco desemboca en el erotismo propio de cualquier relato de brujas y aquelarres.

Su pretensión estética se inclina hacia la elegancia de lo barroco, donde las coreografías resultan perturbadoras, ya que conforman un rito que no es otra cosa sino la invocación del mal, pues a través de la danza contemporánea se intenta resucitar un horror ominoso e innombrable. El diseño de arte entrega una producción impecable, aunque la excesiva racionalización de los giros dramáticos resta impacto al montaje. Con todo, más que restar, se suma al mito fílmico de las madres del mal iniciada por la trilogía de Argento

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