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Estoy de acuerdo con López Obrador en que el Estado no debe ser instrumento de privilegios económicos personales. También coincido en que los ajustes financieros necesarios deben empezar desde arriba.

Hay, pues, que preguntarse quiénes son los principales beneficiarios particulares de la administración que del patrimonio de los mexicanos hace el gobierno.

Las primeras y más importantes relaciones económicas que hay que revisar son las que se tienen con los concesionarios de bienes de la nación, especialmente en minería.

Después habrá que revisar el pago de impuestos de los causantes mayores (recordemos que en 2017 los 16 mexicanos más ricos incrementaron su fortuna en aproximadamente 500 mil millones de pesos, cantidad con la que se podría pagar a todos los ministros de la Corte sus actuales salarios por 6,500 años).

Tras estas recuperaciones, se deberán valorar los salarios y prestaciones de los empleados públicos. La revisión de éstos habrá de incluir la reposición de derechos laborales escamoteados por años a trabajadores a los que se hacía pasar por proveedores, que se mantenían con contratos provisionales por décadas o que simplemente eran empleados, en pésimas condiciones, de empresas particulares que revendían su trabajo al gobierno.

Esto, sin duda, tendrá que realizarse dentro del más estricto respeto a los derechos laborales, garantizados por la Constitución, y que implican, entre otras cosas, que a nadie se le puede disminuir el sueldo.

Y sí, esto incluye a quienes reciben salarios elevados. Lograr esos derechos costó al país diez años de guerra.

Las reducciones salariales y de prestaciones, que ocurren tanto en la iniciativa privada como en el gobierno, siendo normalmente injustas, establecen medidas encaminadas a atemperar los perjuicios generales del cambio, por ejemplo, aplicar las nuevas condiciones a los nuevos empleados.

Ahora bien, si se considera que ciertos salarios están por encima de lo aceptable, habrá que traducir esta convicción en fórmulas legales que no pasen por el atropello de derechos laborales básicos, pues eso sentaría el precedente de que no todos los asalariados deben tener los mismos derechos.

Consideraciones semejantes merecen los derechos de cientos de miles de empleados públicos a los que se pretende cambiar de la ciudad en la que trabajan (por cierto, práctica patronal usual para presionar las renuncias de aquellos a los que no se puede despedir).

Es necesario superar la injusta creencia de que todo aquel que trabaja en una institución pública es beneficiario de un privilegio ilegítimo.

Los trabajadores de gobierno son trabajadores, y su remuneración debe estar en función del trabajo que realizan, no de quién es el patrón que les paga.

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